Friday, August 29, 2025

Nunca dejes de ser agradecido, porque Dios nunca deja de ser bueno


 



La vida, en toda su sencillez y complejidad, es un don. Cada mañana que despierto, cada aliento que llena mis pulmones, es un recordatorio silencioso de que Dios nunca ha dejado de ser bueno. Y en medio de las rutinas, las pruebas, las risas y las lágrimas, la gratitud se convierte no solo en un sentimiento pasajero, sino en una forma de ver el mundo. Ser agradecido es aprender a mirar la creación, la familia, la esperanza y aun las luchas, con los ojos abiertos hacia la bondad de Aquel que nos dio la vida.


El salmista lo expresó con palabras que jamás pierden vigencia: “Alabad a Jehová, porque él es bueno; porque para siempre es su misericordia” (Salmos 136:1). Esta declaración no está limitada a un tiempo o circunstancia. No dice “Dios es bueno cuando todo sale bien”, ni “Dios es bueno cuando hay abundancia”, sino que afirma con certeza eterna que Su bondad no cesa jamás. Aun cuando la vida humana cambia, Él permanece constante. Aun cuando el corazón vacila, Él no deja de sostenernos.


He aprendido que la gratitud no depende de lo que tengo o de lo que me falta, sino de reconocer de dónde vienen todas las cosas. “¿Y qué tienes que no hayas recibido?” (1 Corintios 4:7). Cada paso, cada logro, cada respiro, incluso cada reto que parece imposible de sobrellevar, forma parte de un tapiz divino tejido con amor. Y cuando uno entiende esto, deja de ver la vida como una acumulación de casualidades, y empieza a verla como un testimonio viviente de que somos hijos de un Padre Celestial que nunca nos abandona.


La creación misma nos enseña a agradecer. El Libro de Mormón declara: “Todas las cosas dan testimonio de él” (Moisés 6:63). El amanecer que pinta de oro el horizonte, el murmullo del río que refresca la tierra, la semilla que germina en silencio bajo el suelo: todo canta la misma verdad, que Dios sigue siendo bueno. No se requiere de mucho para sentirlo, solo un corazón dispuesto a reconocerlo.


Cuando uno levanta la mirada al cielo nocturno y contempla las estrellas, es imposible no sentirse pequeño y a la vez infinitamente amado. El salmista lo expresó: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites?” (Salmos 8:3–4). Y sin embargo, en Su bondad, nos visita. Nos bendice con familia, con amistades, con la capacidad de sentir amor, de reír, de llorar, de aprender.


La gratitud transforma el corazón humano. Nos libera de la queja y del resentimiento. Nos eleva por encima de las pruebas. Alma lo comprendió cuando predicaba a los zoramitas: “Y ahora bien, el que recibe todas las cosas con agradecimiento será hecho glorioso” (Alma 7:23). No dijo que sería hecho glorioso quien recibe solo las cosas buenas, sino todas las cosas. Porque en la mirada de la fe, aun el dolor se convierte en maestro, aun la pérdida se convierte en oportunidad de crecer, y aun la espera se convierte en preparación.


Un alma agradecida aprende a ver los milagros escondidos en lo ordinario. Aprende a reconocer que no hay día demasiado gris ni noche demasiado larga donde no se pueda hallar un rayo de la bondad de Dios. “En todo dad gracias; porque esta es la voluntad de Dios” (1 Tesalonicenses 5:18). No en algunas cosas, no en las fáciles, sino en todo. Porque al agradecer, uno abre las puertas del corazón y permite que entre la paz.


He notado que cuando dejo de ser agradecido, me vuelvo ciego. Ciego a los regalos diarios, ciego al amor de Dios, ciego a las lecciones que Él quiere enseñarme. Pero cuando practico la gratitud, mis ojos se abren. Es como si la vida misma cobrara color. Lo que antes parecía pequeño, se convierte en sagrado. Lo que antes parecía rutinario, se llena de significado. Y lo que antes parecía pesado, se convierte en un recordatorio de que Dios sigue conmigo.


El ejemplo supremo de gratitud lo vemos en el Salvador. Aun en Sus momentos de mayor angustia, Él dio gracias. Antes de repartir los panes y los peces, “tomó los siete panes y los peces; y habiendo dado gracias, los partió” (Mateo 15:36). Antes de levantar la copa en la última cena, “tomó el pan y dio gracias” (Lucas 22:19). Y aun en Getsemaní, cuando la carga del mundo entero descansaba sobre Sus hombros, Su oración fue un acto de sumisión y confianza en la voluntad del Padre.


La gratitud de Cristo no dependía de circunstancias externas, sino de Su perfecta fe en la bondad de Dios. Y si Él, que sufrió más de lo que cualquier ser humano podría sufrir, pudo dar gracias, ¿cómo no hemos de hacerlo nosotros en nuestras luchas menores?


El Libro de Mormón nos relata la historia de los del pueblo de Alma, quienes fueron oprimidos y esclavizados, pero en medio de su sufrimiento “se derramaron en oración al Señor” y Él “fortaleció sus espaldas” para que pudieran sobrellevar sus cargas con paciencia (Mosíah 24:12–15). Ellos no fueron liberados de inmediato, pero aprendieron a agradecer aun en medio de la prueba. Y al final, fueron librados. Así obra Dios. Primero nos enseña a confiar y agradecer, y después nos muestra que Su bondad nunca falla.


El agradecimiento también nos une a los demás. Cuando reconocemos la bondad de Dios, es imposible no reflejarla en cómo tratamos a nuestro prójimo. La gratitud nos hace más humildes, más pacientes, más generosos. El Rey Benjamín enseñó que cuando servimos a nuestros semejantes, solo estamos en deuda con Dios (Mosíah 2:17–24). Servir es agradecer, porque es reconocer que lo que recibimos no nos pertenece solo a nosotros, sino que debe compartirse.


He visto cómo la gratitud cambia familias enteras. Cuando un padre agradece a su esposa, a sus hijos, al Dios que le dio esa familia, el hogar se convierte en un santuario de amor. Cuando una madre agradece por el pan sencillo que puede poner en la mesa, los hijos aprenden a valorar lo pequeño. Cuando los niños aprenden a dar gracias en oración cada noche, sus corazones se preparan para reconocer a Dios en todas las cosas.


Y es que la gratitud no es solo un acto privado, sino un testimonio público. Cuando damos gracias, predicamos sin palabras. Cuando agradecemos en voz alta, cuando reconocemos a Dios frente a otros, estamos invitando a todos a mirar Su bondad. En un mundo que corre tan de prisa, que se obsesiona con lo que falta, que olvida lo eterno, la gratitud es un acto de resistencia espiritual. Es una forma de decir: “Yo sé en quién he confiado” (2 Nefi 4:19).


La gratitud nos prepara para recibir más. El Señor declaró: “El que recibe con agradecimiento recibirá más abundantemente” (DyC 78:19). Es una ley divina: quien reconoce las bendiciones, recibe aún mayores. Porque Dios no da a manos cerradas, sino abiertas, y Él confía más en aquellos que saben reconocer y cuidar lo que reciben.


Cuando pienso en todo esto, entiendo que nunca debo dejar de ser agradecido. Porque Dios nunca deja de ser bueno. Su bondad no depende de mis méritos, sino de Su amor. Su misericordia no se agota con mis errores, sino que se renueva cada mañana. Su paciencia conmigo no se mide por mi debilidad, sino por Su gracia infinita.


Por eso, hoy y siempre, quiero decir: gracias. Gracias por la vida, por la familia, por la fe, por las pruebas que me moldean, por las alegrías que me sostienen. Gracias por las escrituras que me iluminan, por la oración que me conecta, por el sacrificio de Cristo que me redime. Gracias por ser mi Padre, por no dejarme nunca, por enseñarme cada día que todo lo que me rodea grita la misma verdad: Dios es bueno, siempre.



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