Tuesday, August 5, 2025

No temas: el susurro diario de Dios

 




A veces el miedo no entra por la puerta grande. No siempre es un grito, ni una alarma, ni una catástrofe que revienta la estabilidad de nuestras vidas. A veces se cuela por las rendijas, disfrazado de duda, de preocupación leve, de ansiedad invisible. Otras veces, se disfraza de lógica, de prudencia exagerada, de esas preguntas que parecen sabias: “¿Y si no funciona?”, “¿Y si me equivoco?”, “¿Y si pierdo?”. Uno aprende a convivir con esas preguntas, como si fueran parte natural del pensamiento. Pero no lo son. Son distorsiones. Y lo peor es que muchas veces ni siquiera las reconocemos como miedo.


Y, sin embargo, esa sensación sorda de inquietud —tan común, tan cotidiana— puede ser una de las fuerzas más paralizantes de la existencia. No por lo que provoca afuera, sino por lo que bloquea dentro. El miedo levanta murallas interiores. Nos impide movernos, amar, intentar, confiar. Por eso, es tan necesario volver al centro espiritual de nuestra fe y recordar que Dios, ese Dios vivo que nos ama personalmente, nos repite una y otra vez: “No temas”.


No es una sugerencia ligera. Es un llamado a la valentía espiritual. Un recordatorio divino que no solo apunta al valor como antídoto, sino a la confianza como fundamento. Porque el “no temas” de Dios no es un mandato vacío, ni una frase decorativa de calendario. Es una promesa envuelta en ternura. Una certeza silenciosa de que pase lo que pase, Él está allí.


Yo no aprendí esto en un día. Ni siquiera en un año. Lo aprendí en los momentos más oscuros. Porque aunque uno viva con la doctrina bien aprendida, aunque sepa que hay un plan eterno y que todo tiene un propósito, eso no evita que el alma tiemble cuando la vida duele. Y no hay nada más humano que sentir temor. Pero en medio del temblor, una y otra vez, llega ese susurro: “No temas”.


He visto gente quebrarse por el miedo. Personas con talentos preciosos, paralizadas por el temor al rechazo. Padres que aman con todo el corazón, pero sienten terror de no estar a la altura. Jóvenes con sueños nobles que no se atreven a avanzar por miedo al fracaso. He visto matrimonios apagarse por miedo a hablar con honestidad. Y he visto creyentes fieles dudar de su fe cuando la incertidumbre golpea demasiado fuerte. No son débiles. Son humanos. Todos lo somos.


Pero también he visto lo contrario. He visto hombres y mujeres caminar en medio de la tormenta con la cabeza en alto. He visto a madres que oran por sus hijos perdidos, aún cuando todo parece indicar que no regresarán. He visto a padres trabajar doble turno sin quejarse, porque confían en una cosecha invisible. He visto a jóvenes servir con el alma, en tierras desconocidas, confiando en que no están solos. He visto a ancianos enfrentarse al dolor de la enfermedad con una paz que no se explica, porque saben algo que los demás han olvidado: que hay un poder más grande que el miedo.


Y ese poder se llama fe.


No es una fe abstracta. No es fe en el azar ni en uno mismo. Es fe en un Dios real. Un Dios que ha prometido acompañarnos todos los días, no solo cuando brillan los cielos. Un Dios que nos ve cuando lloramos en silencio. Que sabe lo que no contamos. Que entiende el lenguaje de nuestros pensamientos y se conmueve con nuestra debilidad. Ese Dios, nuestro Padre, jamás se cansa de repetirnos: “No temas”. Y lo dice con una voz que no condena, sino que levanta.


La fe no borra el miedo de golpe. Pero lo redefine. Porque el temor vive de escenarios hipotéticos: “¿Y si me enfermo?”, “¿Y si pierdo el trabajo?”, “¿Y si mi familia se rompe?”. La fe, en cambio, no necesita saber los detalles del futuro. Solo necesita saber quién está con nosotros. Y cuando sabes eso, el miedo pierde poder.


Hay momentos donde todo a nuestro alrededor grita que es mejor rendirse. Hay diagnósticos que parecen definitivos, traiciones que rompen la confianza, pérdidas que desgarran el alma. Pero incluso ahí, en el lugar más oscuro del valle, he sentido esa frase regresar: “No temas”. Y no como un eco romántico, sino como un ancla. Como una presencia que no se va. Una quietud profunda que sostiene incluso cuando uno ya no puede sostenerse solo.


Algunos podrían decir que es ingenuo confiar así. Que la vida es dura, y que hay que prepararse para lo peor. Pero yo creo que lo verdaderamente ingenuo es pensar que estamos solos en este mundo. Lo ingenuo es creer que el caos tiene la última palabra. Lo ingenuo es rendirse al miedo, como si fuera más racional tener terror que tener esperanza.


Yo he vivido ambas cosas. He probado el sabor amargo del miedo, y también la dulzura de la confianza. He caído en pozos de ansiedad, y también he sido sostenido por manos invisibles. Y puedo decirlo con humildad y certeza: el miedo nunca tuvo razón. Lo que parecía imposible, pasó. Lo que parecía definitivo, sanó. Lo que parecía muerto, resucitó. No por mérito propio. Sino porque alguien más seguía trabajando cuando yo ya había perdido la fuerza.


Es curioso que el miedo grite tanto y que Dios, en cambio, susurre. Quizá es porque el miedo necesita volumen para imponerse, mientras que la verdad solo necesita ser reconocida. Y cuando uno aprende a escuchar esa voz sutil, se da cuenta de que no está loco por creer. Está siendo cuerdo en un mundo que ha olvidado cómo confiar.


“No temas” no significa que no habrá dolor. Significa que el dolor no será en vano. Significa que no caminamos solos. Que alguien está contando nuestras lágrimas y usando cada una para construir algo que todavía no entendemos. Algo eterno. Algo sagrado.


Y tal vez, por eso, el “no temas” se repite tantas veces. Porque lo necesitamos todos los días. Porque cada día trae su propio susto, su propio desafío, su propia tormenta. Pero también, cada día, trae su propia provisión de consuelo. Y si uno aprende a detenerse, a respirar, a mirar hacia arriba, se da cuenta de que la frase sigue ahí. En el corazón, en la conciencia, en el alma: “No temas”.


Lo más hermoso es que este llamado a no temer no es un lujo para los valientes. Es una invitación para todos. Para el que duda, para el que cae, para el que está aprendiendo a orar, para el que se siente indigno. Porque el amor perfecto echa fuera el temor. Y ese amor está disponible. Siempre. En cada amanecer, en cada suspiro, en cada oración balbuceada en la noche.


Así que, si estás leyendo esto y te pesa la incertidumbre, si te sientes al borde de algo que no sabes cómo enfrentar, escucha lo que ya te han dicho, pero que necesitas recordar con urgencia: No temas. No estás solo. Nunca lo has estado.


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