Perder a un padre es como ver caer un árbol milenario en medio del bosque. Su sombra parecía eterna, su fortaleza incuestionable, su presencia asegurada. Cuando ya no está, la vida misma parece tambalear. El alma se siente huérfana, incluso cuando se es adulto. Y en ese silencio doloroso, la pregunta surge inevitable: “¿Cómo caminaré sin su guía, sin su voz, sin su ejemplo?”.
El vacío es real, porque un padre no es solo el que da la vida, sino el que enseña a vivirla. Él representa consejo, corrección, disciplina, ternura y ejemplo. El libro de Proverbios lo describe así: “Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre” (Proverbios 1:8). Cuando esa voz desaparece, lo que más duele es la ausencia de guía en los momentos en que más la necesitamos. Sin embargo, en medio de la pérdida, Dios cumple Sus promesas: nunca nos deja solos.
El Salvador mismo aseguró: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18). Aunque estas palabras hablan de Su presencia, también se cumplen de manera práctica cuando el Señor levanta hombres justos para guiarnos. A veces llegan en la forma de un maestro, de un amigo mayor, de un mentor, de un líder o de un vecino que sin buscarlo se convierte en figura paterna. Estos hombres son reflejo de lo que significa ejercer la paternidad como un principio eterno.
Las escrituras muestran que la paternidad no se limita a lo biológico, sino que es parte del plan divino. El Señor declaró: “Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres” (Malaquías 4:6). Esta profecía enseña que los lazos entre padres e hijos son sagrados y eternos, y no terminan con la muerte. Aunque un padre ya no esté en esta vida, sigue siendo padre en el plan eterno de Dios. Y mientras tanto, en la jornada mortal, otros hombres pueden ser instrumentos para reflejar esa paternidad.
El rey Benjamín enseñó que cuando servimos a nuestros semejantes, en realidad estamos sirviendo a Dios (Mosíah 2:17). Ser una figura paterna para alguien que lo necesita es uno de los más altos servicios que un hombre puede rendir. Un padre espiritual es aquel que guía, protege, aconseja y edifica, incluso sin tener lazos de sangre. Y en ese servicio, refleja algo del amor perfecto de nuestro Padre Celestial.
Conozco historias de jóvenes que, tras perder a sus padres, encontraron guía en hombres sencillos que se convirtieron en columnas de su vida. Uno halló en un maestro de escuela la disciplina y constancia que necesitaba. Otro, en un líder espiritual, la voz firme pero tierna que lo ayudó a tomar decisiones sabias. Y he escuchado testimonios de hombres que decían: “Dios me quitó a un padre, pero me rodeó de padres espirituales que me sostuvieron”. Esa es la misericordia divina: aunque la vida mortal quite, el cielo multiplica recursos para no dejarnos caer.
El dolor de la ausencia también transforma al que lo vive. Alma, cuando vio sufrir a los justos bajo persecución, no pudo librarlos de la hoguera, pero testificó: “El Señor recibe a los justos en gloria” (Alma 14:13). La pérdida abre los ojos a una realidad eterna: la muerte no es el final. Y en ese despertar, el huérfano de ayer puede convertirse en padre de muchos. El que ha sentido vacío, aprende a llenarlo en otros. El que necesitó guía, aprende a ofrecerla.
El tiempo no borra la ausencia, pero la transforma. Aprendemos a caminar con la memoria del padre en el corazón, y con nuevas figuras paternas que Dios coloca en nuestro camino. Vivimos en equilibrio: la ausencia que enseña, el recuerdo que inspira, la presencia de otros que sostiene. Y comprendemos que la paternidad es un principio eterno, que se multiplica, que se transmite, que se refleja en todo hombre justo.
Finalmente, la pérdida nos invita a ver más allá de la mortalidad. El Señor prometió: “Yo seré un padre para vosotros, y vosotros seréis mis hijos e hijas” (2 Corintios 6:18). Aunque falte un padre terrenal, nunca falta el Padre eterno. Él guía, corrige, ama y sostiene con perfección. Y a través de hombres inspirados, nos recuerda que no estamos solos.
Así, aunque perder un padre duele como pocas cosas, abre la puerta a comprender mejor la eternidad. Aprendemos que los vínculos familiares trascienden la tumba, que la paternidad es más grande que la sangre, que el dolor puede convertirse en gratitud, y que siempre habrá un Padre en los cielos que, directa o indirectamente, nos toma de la mano y nos ayuda a seguir adelante.
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