Hay imágenes que despiertan en el corazón un eco de eternidad. Una figura radiante, envuelta en un manto de luz, parece recordarnos que no nacimos para las sombras, sino para la gloria. Ese manto celestial no es solo símbolo de belleza; es la promesa de salvación para quienes confían en el poder redentor de Cristo.
El Apocalipsis describe a los redimidos como aquellos que “han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (Apocalipsis 7:14). El color blanco no es casualidad: expresa pureza, victoria y transformación. No hablamos de un vestido tejido por manos humanas, sino de una vestidura espiritual que cubre la fragilidad del alma y la prepara para la presencia de Dios.
Desde el principio, las Escrituras muestran la relación entre el pecado y la desnudez. Adán y Eva, tras la caída, descubrieron que estaban expuestos, y el Señor mismo les proveyó vestiduras. Ese gesto anticipaba la obra mayor: la gracia que cubriría a toda la humanidad. Porque el pecado despoja, pero el amor de Dios reviste. Isaías lo expresó con gozo: “Me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia” (Isaías 61:10).
El apóstol Pablo también habló de esta esperanza cuando dijo: “Esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Corintios 15:53). El lenguaje es claro: es necesario vestirse. La redención no es un barniz superficial, sino un cambio real. No basta cubrir las manchas; Cristo transforma lo mortal en inmortal, lo débil en glorioso.
El manto celestial es más que una promesa futura; es un refugio presente. En la prueba, sentimos su abrigo; en la soledad, encontramos su calor; frente a la muerte, nos da esperanza. El profeta Zacarías describió una visión de Josué, el sumo sacerdote, vestido con ropas viles. Pero el ángel de Jehová ordenó: “Quitadle esas vestiduras viles… te he hecho vestir de ropas de gala” (Zacarías 3:4). Ese es el Evangelio: lo vil es reemplazado por lo glorioso, lo indigno por lo santo.
Sin embargo, recibir ese manto requiere humildad y disposición. No podemos aferrarnos al orgullo ni a la autosuficiencia y esperar ser vestidos de gloria. El Libro de Mormón describe el cambio de corazón que ocurre cuando alguien se rinde al Señor: ya no tiene más disposición a obrar mal, sino a hacer el bien continuamente (Mosíah 5:2). Ese es el proceso de dejar que Cristo, poco a poco, nos cubra con su luz.
Podemos imaginar la oración como el momento en que nos acercamos al taller divino. Allí, cada palabra de fe, cada lágrima de arrepentimiento, cada acto de gratitud, es como un hilo que el Señor entrelaza en nuestra alma. Con paciencia, Él borda sobre nosotros su justicia, hasta que el día de la consumación llegue y podamos presentarnos vestidos de eternidad.
La imagen de una figura luminosa rodeada de galaxias también nos recuerda nuestro origen. Antes de nacer, existíamos en la presencia de Dios, rodeados de gloria. Venimos a este mundo caído, donde la luz parece apagarse, pero el Evangelio nos ofrece el camino de regreso. Vestirse con el manto celestial es, en realidad, volver a casa. Es reencontrarse con lo que ya conocimos, pero esta vez con un brillo mayor, porque hemos vencido en medio de pruebas.
Apocalipsis 3:5 asegura: “El que venciere será vestido de vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida.” La victoria no está reservada para unos pocos perfectos, sino para los que perseveran en Cristo. El manto no es un premio al mérito humano, sino un regalo de gracia divina.
Al final de nuestra jornada, todos compareceremos ante Él. Algunos intentarán cubrirse con excusas, otros llegarán con ropas manchadas, pero los que aceptaron a Cristo estarán vestidos de luz. No porque nunca fallaron, sino porque nunca dejaron de confiar en Aquel que los podía levantar.
El manto de lo celestial es, entonces, más que un símbolo: es destino, refugio y herencia. Una invitación diaria a dejar lo vil y abrazar lo eterno. Una promesa de que lo mortal será transformado, y de que la desnudez del pecado será cubierta por la gloria del Redentor.
Cuando llegue ese día, podremos sentir sobre nosotros el abrazo luminoso de Cristo, quien nos vistió con su justicia y nos recibió en su reino. Y nuestra alma brillará, como esa figura en el cosmos: vestida de luz, rodeada de gloria, en paz con Dios.
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