Hace unos días mi esposa compartió una publicación que me hizo detenerme y pensar con seriedad. Decía: “Nadie derrumba a quien Dios levanta, nadie derrota a quien Dios protege y nadie maldice a quien Dios bendice.” Confieso que al leer esas palabras no solo me sentí fortalecido, sino también cuestionado: ¿qué tan real es este asunto? ¿De verdad es imposible que alguien derrumbe a quien Dios sostiene? Y si es así, ¿por qué vemos tantas pruebas, injusticias, persecuciones y dolores en el mundo?
Mientras meditaba en estas preguntas, recordé que la fe nunca es un asunto de frases bonitas, sino de verdades eternas. La frase de mi esposa tiene una raíz profunda en las Escrituras y en la historia misma de los santos de Dios a lo largo de los siglos. No se trata de un simple consuelo emocional, sino de una declaración que refleja la manera en que el Señor actúa con Sus hijos.
En las páginas de la Biblia encontramos a José, vendido por sus propios hermanos, injustamente encarcelado y olvidado. Humanamente hablando, parecía derrumbado. Pero las Escrituras dicen: “Mas Jehová estaba con José, y extendió a él su misericordia” (Génesis 39:21). Nadie pudo derrumbarlo, porque Dios mismo lo levantaba, y al final, aquel joven esclavo terminó gobernando en Egipto. Allí entendí que la protección de Dios no significa ausencia de pruebas, sino presencia de propósito.
Lo mismo pasa en el Libro de Mormón, cuando Alma y Amulek fueron encarcelados, golpeados y ridiculizados (Alma 14:17–26). ¿Estaban derrotados? A los ojos del mundo, sí. Pero cuando el tiempo del Señor llegó, las paredes de la prisión cayeron con tal fuerza que los enemigos quedaron sepultados y Alma y Amulek salieron libres. En aquel momento se cumplió exactamente lo que decía la frase: nadie puede derrotar a quien Dios protege.
La historia también respalda esta verdad. Pienso en los primeros cristianos bajo el Imperio Romano. Muchos fueron lanzados a los leones, quemados en hogueras o perseguidos de ciudad en ciudad. Sus cuerpos podían ser destruidos, pero su fe no fue derrotada. El emperador pensaba que los estaba silenciando, pero en realidad estaba sembrando la semilla de una fe que terminó por transformar el mundo. El famoso historiador Tertuliano dijo una frase que hasta hoy resuena con fuerza: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos.” Nadie pudo maldecir a los que Dios había bendecido.
En la doctrina aprendemos que la verdadera fortaleza viene de los convenios. El Señor declaró: “Porque no se ha dado otro nombre bajo el cielo en que el hombre pueda ser salvo, sino en el nombre de Cristo” (Mosíah 3:17). Es decir, nuestra invencibilidad no se basa en nosotros, sino en Él. Cuando Cristo nos cubre con Su gracia, somos levantados de un modo que ninguna fuerza terrenal puede revertir.
Mientras pensaba en todo esto, me vino a la mente otra escritura: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31). Pablo sabía de lo que hablaba. Fue apedreado, azotado, encarcelado, pero jamás derrotado. No porque fuese fuerte en sí mismo, sino porque su fuerza estaba en Cristo. En otra carta escribió: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13). Ese es el mismo principio que mi esposa compartió en aquella publicación: Dios es quien decide a quién levanta, a quién protege y a quién bendice.
Es cierto, la vida trae adversidad. He visto hombres buenos perder sus trabajos, familias enfrentar enfermedades dolorosas, matrimonios luchando contra pruebas durísimas. Y sin embargo, he visto también que aquellos que ponen su confianza en Dios no terminan derrumbados, aunque el suelo tiemble bajo sus pies. Quizás se doblan, pero no se quiebran; quizás lloran, pero no son destruidos. Como dice 2 Corintios 4:8–9: “Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos.”
Me doy cuenta que esta promesa no significa que nunca sufriremos, sino que nunca seremos abandonados. Lo que Dios bendice, lo hace con un propósito eterno. Sus bendiciones no siempre son visibles de inmediato, ni se manifiestan en riquezas o éxito mundano. Muchas veces son invisibles, pero firmes, como el sostén del Espíritu que fortalece cuando el corazón siente que ya no puede más.
Recuerdo también la historia de Job. Nadie sufrió tanto como él, y sin embargo, Satanás no pudo derrumbarlo porque Dios lo sostenía. Job perdió hijos, riquezas y salud, pero mantuvo su fe. Y al final, el Señor lo restauró y lo bendijo con el doble. La maldición del adversario nunca pudo vencer la bendición divina.
La frase que mi esposa compartió me llevó a esta conclusión: ser levantado por Dios no me exime de la batalla, pero me asegura la victoria final. Ser protegido por Dios no me libra de la prueba, pero me cubre con Su propósito. Y ser bendecido por Dios no evita que otros intenten maldecirme, pero garantiza que su mal nunca tendrá la última palabra.
En los tiempos que vivimos, cuando la fe parece estar bajo ataque, cuando la moral del mundo se tambalea y los corazones se enfrían, estas palabras son un ancla. No estamos solos ni olvidados. Si confiamos en Cristo, seremos levantados de nuestras caídas, protegidos en nuestras luchas y bendecidos en nuestra fidelidad.
Hoy más que nunca entiendo que las palabras que leí aquel día en la publicación de mi esposa no son un simple mensaje para redes sociales. Son una declaración de fe, un recordatorio de que Dios es soberano, y que Su voluntad se cumple más allá de las circunstancias. Nadie puede derrumbar lo que Él edifica, nadie puede derrotar lo que Él guarda y nadie puede maldecir lo que Él ya ha bendecido.
Y mientras pienso en esto, siento el deseo de vivir con más gratitud, con más confianza, y con más firmeza en Su nombre. Porque si Dios me levanta, aunque tropiece, me volveré a poner de pie. Si Dios me protege, aunque el mundo me ataque, no estaré desamparado. Y si Dios me bendice, aunque otros murmuren o deseen mi mal, esa bendición será suficiente para sostenerme hasta el fin.
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