Friday, September 5, 2025

Cristo y la Resurrección: La Victoria de la Vida sobre la Muerte

 



Hablar de la resurrección es tocar el núcleo mismo de la fe cristiana. Es contemplar el misterio más grande y al mismo tiempo la esperanza más cierta: que la muerte no es el final, que las tumbas no son clausura sino tránsito, que el dolor de la despedida es solo preludio del reencuentro. Desde los albores de la revelación, Dios ha enseñado a Sus hijos que la vida no se detiene con la última exhalación, sino que aguarda un amanecer glorioso donde el cuerpo y el espíritu volverán a ser uno, incorruptibles y eternos. Cuando uno se acerca a este tema no lo hace con ligereza, porque es terreno sagrado. Aquí se entrelazan lágrimas y promesas, funerales y cantos de esperanza, preguntas humanas y respuestas divinas. Y sin embargo, hablar de ello con claridad y poder es necesario, porque en un mundo marcado por la incertidumbre y el miedo, la resurrección es la luz que atraviesa la noche.


Desde tiempos antiguos, los profetas testificaron que la muerte no tendría la última palabra. Job, en medio de su sufrimiento, proclamó con fuerza: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios”. Estas palabras, pronunciadas desde la aflicción, revelan no solo esperanza, sino conocimiento: la convicción de que la vida no se disuelve en la nada, sino que encuentra plenitud en la presencia de Dios. Isaías habló con la misma claridad al decir: “Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo! Porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos”. En esas palabras resuena la promesa de que la tierra, que recibe cuerpos como semillas, un día los devolverá glorificados.


Los salmos también apuntan a esta esperanza, cuando se declara: “No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción”. Esta profecía halló cumplimiento en Cristo mismo, cuya tumba no pudo retenerlo. En el Nuevo Testamento la doctrina se manifiesta con una claridad deslumbrante. El Señor Jesús, frente a la tumba de Lázaro, pronunció una declaración eterna: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. No se trataba de un consuelo retórico, sino de una verdad que Él mismo confirmaría tres días después de Su crucifixión. Pablo, en su carta a los corintios, fue contundente al decir: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados”. La resurrección no es selectiva ni limitada; es universal. Todos los que han nacido en la mortalidad participarán de la inmortalidad. Y más adelante añade: “Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción; se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder”. La transformación del cuerpo es total: de lo perecedero a lo eterno, de lo débil a lo fuerte, de lo mortal a lo inmortal. El libro de Apocalipsis también confirma esta victoria: “Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos”. La promesa se sella con gloria y seguridad: quienes participan de la vida en Cristo nunca volverán a ser prisioneros de la muerte.


La resurrección de Jesucristo no es solo doctrina, es historia. Los evangelios narran con detalle cómo el sepulcro fue hallado vacío por mujeres que llegaron al amanecer. María Magdalena, al reconocer al Maestro en el jardín, se convirtió en la primera testigo de que la muerte había sido vencida. Los discípulos, que habían huido por miedo, recobraron valor al verlo vivo entre ellos. Lo vieron comer, hablar y mostrar las marcas de los clavos. Tomás, incrédulo al principio, exclamó al tocar Sus manos: “¡Señor mío y Dios mío!”. Aquella confesión resume la certeza que transformó a hombres temerosos en heraldos valientes. La historia confirma que estos testigos no defendieron una fábula. Fueron perseguidos, encarcelados y martirizados, y sin embargo no negaron haber visto al Señor resucitado. Nadie entrega la vida por una mentira. Su valentía se explica porque sabían que la tumba estaba vacía.


La resurrección marcó también el inicio de una revolución espiritual que sacudió al Imperio Romano. Los primeros cristianos no predicaban un código ético ni un conjunto de normas; predicaban a un hombre que había vencido la muerte. Esa proclamación cambió la historia. La fuerza de este testimonio fue tan grande que, a pesar de siglos de oposición, persecuciones y dudas, la fe en Cristo resucitado no desapareció, sino que se multiplicó. Cada generación encontró en esa verdad una razón para vivir y morir con esperanza.


La resurrección no es solo un acontecimiento pasado ni una promesa futura: es una realidad que transforma el presente. Saber que Cristo venció la muerte cambia nuestra manera de enfrentar la vida. Cuando todo parece perdido, cuando los sufrimientos parecen insoportables, la resurrección nos recuerda que la historia nunca termina en el Calvario. Siempre hay un tercer día, siempre hay un amanecer después de la noche. Pablo escribió: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó a Cristo Jesús de los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”. Esa promesa significa que la vida eterna comienza ya, en la transformación interior del creyente.


La resurrección nos enseña también a valorar la vida con otra perspectiva. Si sabemos que esta existencia no es lo único, entonces las pruebas, aunque duras, adquieren un nuevo sentido. Los duelos no son desesperanza, sino espera. Las lágrimas no son derrota, sino preludio de alegría. Como escribió el salmista: “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría”. Más aún, la resurrección infunde valor moral. Si hemos de vivir eternamente, nuestras decisiones tienen un peso eterno. No se trata de una moral pasajera, sino de una preparación para un destino glorioso. Esta doctrina nos recuerda que lo que hacemos aquí resuena en la eternidad.


Hablar de la resurrección es hablar del consuelo más grande que un ser humano puede recibir. Todos hemos sentido, en algún momento, el frío de la separación. Hemos caminado en cementerios, hemos escuchado el silencio de una casa vacía, hemos sentido el vacío que deja la partida de quienes amamos. Y en ese valle de sombra, la resurrección es la voz que nos dice: “Esto no es para siempre”. Recuerdo aquellas palabras que muchas veces se escuchan en los funerales cristianos: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”. Pablo no las pronunció como poesía, sino como declaración de guerra contra el enemigo final. El aguijón de la muerte fue quebrado por la resurrección de Cristo.


Esta esperanza nos permite llorar sin desesperar, despedirnos sin rendirnos. Sabemos que habrá reencuentro, que cada abrazo perdido será recuperado, que cada lágrima será enjugada por Dios mismo. La resurrección también nos enseña a vivir con propósito hoy. No se trata solo de esperar un futuro glorioso, sino de reflejar esa esperanza en el presente: amar más, perdonar más, servir más, vivir con gozo aun en medio de las pruebas. Porque si Cristo vive, nosotros también podemos vivir de manera más plena.


La resurrección es la promesa que sostiene todo lo demás. Sin ella, la fe sería vana; con ella, la vida adquiere sentido eterno. Es la certeza de que la muerte ha sido vencida, que Cristo vive, y que nosotros también viviremos. Frente a la tumba vacía, el cristiano no encuentra solo un recuerdo, sino una garantía. Frente al dolor humano, encuentra una promesa. Frente al futuro incierto, halla la certeza de la vida eterna. La resurrección no es un mito, no es una metáfora, no es una ilusión piadosa: es la verdad central del evangelio. Y porque Cristo resucitó, nosotros también resucitaremos. Esa es la esperanza que ilumina cada lágrima, que fortalece cada fe y que sostiene cada paso en este peregrinaje mortal. Por eso, en lo más íntimo de mi corazón, con toda convicción, puedo decir: Cristo vive, y porque Él vive, nosotros también viviremos.




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