Esa frase resonó en mi mente una tarde mientras miraba por la ventana, preguntándome qué me depararía el mañana. Había días en que el camino parecía claro, y otros en que todo se sentía como una niebla espesa. Pero en medio de esa incertidumbre, una verdad se aferraba a mí: mi futuro no dependía de las circunstancias, sino de qué tan profunda y firme fuera mi fe.
Recuerdo una época en que el trabajo escaseaba, y las facturas se acumulaban como hojas en otoño. Me preguntaba si alguna vez saldría de eso. Pero en medio de la ansiedad, una escritura vino a mi mente: Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia (Proverbios 3:5). No era un mensaje para quedarme sentado esperando un milagro, sino un recordatorio de que, si seguía adelante con integridad y esperanza, las cosas se abrirían paso. Y así fue. Un trabajo inesperado llegó, no era perfecto, pero era el peldaño que necesitaba para seguir subiendo.
Hubo noches en las que la soledad pesaba más que el silencio. A veces, la fe no era una certeza ardiente, sino solo una pequeña brasa que me obligaba a seguir soplando para mantenerla viva. En esos momentos, recordaba las palabras: "La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve" (Hebreos 11:1). No necesitaba tener todas las respuestas; solo necesitaba creer que, aunque no entendiera el cómo, al final todo tendría un propósito.
Hubo un día en que casi pierdo a alguien que amaba. La desesperación quería apoderarse de mí, pero en medio del dolor, algo dentro de mí susurraba: "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas" (Juan 8:12). No era que el sufrimiento desapareciera, sino que, incluso en la oscuridad, había una luz que me guiaba paso a paso. Y con el tiempo, esa luz no solo me ayudó a sanar, sino que me enseñó a ser esa misma luz para otros.
Ahora, cuando miro atrás, veo cómo cada paso de fe—aunque pequeño—fue construyendo algo más grande. No fue una fe ciega, sino una que se aferraba a promesas más profundas que mis miedos. Como aquella vez que tomé la decisión de perdonar a alguien que me había lastimado. No fue fácil, pero las palabras "Yo y mi casa serviremos al Señor" (Josué 24:15) me recordaban que mi futuro no estaba atado al pasado, sino a las decisiones que tomaba hoy.
Y así, día tras día, he aprendido que la fe no es solo para los momentos de paz, sino para las tormentas. No es solo una creencia, sino una forma de vivir. Porque al final, el futuro no está escrito en las estrellas, ni en las cartas del destino, sino en la firmeza con la que creemos que hay algo—y alguien—más grande que nosotros guiando nuestros pasos.
Por eso, cuando alguien me pregunta cómo ver el mañana con esperanza, solo puedo decirle lo mismo que una vez me sostuvo a mí: El futuro será tan brillante como tu fe.Porque al final, la luz nunca se apaga; solo depende de nosotros mantenerla encendida.
Me fortalece tu testimonio es encontrar un oasis en el desierto de mis aflicciones
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