Perderse en el ruido del mundo es fácil. Todos los días estamos rodeados de voces que claman por nuestra atención: obligaciones, distracciones, miedos, deseos. En medio de ese bullicio, pocas veces recordamos lo que de verdad sostiene el alma: cuidarnos, servir, amar a Dios y seguir al Salvador. Ese consejo sencillo se convierte en un faro, en una guía clara para no perdernos en la tormenta. Porque cuidar de nosotros mismos no es egoísmo; es reconocer que somos hijos de un Padre amoroso y que nuestra vida es un don sagrado que debe protegerse y cultivarse.
El sabio consejo del Maestro resuena con fuerza: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mateo 22:37). Y, a continuación, añade: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39). Aquí se encuentra la raíz de toda existencia significativa: amar a Dios, amar al prójimo y amarnos a nosotros mismos de la manera correcta. Cuidarse no significa encerrarse en sí mismo, sino reconocer que para servir con pureza es necesario estar firmes, fortalecidos, y en paz con nuestro propio ser.
Jesús mostró que el cuidado personal y el servicio no son opuestos, sino compañeros inseparables. Se retiraba a orar, a veces en soledad, buscando la fuerza del Padre antes de sanar, enseñar o levantar al caído. Ese acto enseña que quien quiere servir primero necesita ser renovado por la luz divina. Descuidar el alma o el cuerpo en nombre del sacrificio puede parecer noble, pero tarde o temprano la fragilidad nos alcanzará. Por eso el consejo de cuidarse siempre lleva consigo un matiz espiritual: velar por la salud física, pero también por la pureza de pensamientos, la serenidad del corazón y la claridad de la fe.
El servicio es la consecuencia natural de un corazón que ha sido tocado por Dios. No es un deber frío, sino un gozo vivo. “Cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, solo estáis al servicio de vuestro Dios” (Mosíah 2:17). Estas palabras recuerdan que cada acto de bondad —una sonrisa, una ayuda discreta, un sacrificio silencioso— tiene un eco eterno. Ser servicial es reflejar en lo cotidiano lo que Cristo enseñó en lo sublime. Es lavar los pies del cansado, como lo hizo Él; es detenerse en el camino para levantar al herido, como en la parábola del buen samaritano; es dar de lo nuestro sin esperar recompensa, porque la recompensa ya está escrita en los cielos.
Amar a Dios es la raíz y la fuerza que sostiene todas las demás virtudes. Ese amor no se expresa solo en palabras o en cantos, sino en la obediencia diaria, en la disposición humilde de hacer su voluntad aunque duela o aunque no comprendamos el propósito. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). Amar a Dios es confiar en Él cuando todo se derrumba, es agradecerle cuando el corazón canta de alegría, es reconocer su mano en lo grande y en lo pequeño, en la vida que late y en la brisa que acaricia. Es un amor que transforma, que da sentido, que enciende la esperanza aun en los días más oscuros.
Seguir el ejemplo perfecto de Jesucristo no es una aspiración simbólica, es una senda real. Él mismo declaró: “Sígueme” (Lucas 18:22). Y ese “sígueme” no fue solo para los apóstoles, sino para cada hombre y mujer que anhela vivir con propósito y verdad. Seguirle significa tomar la cruz, como dijo en otra ocasión: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lucas 9:23). No es un camino cómodo, pero es el único que lleva a la verdadera paz. El ejemplo del Salvador enseña a perdonar al ofensor, a orar por quienes nos maldicen, a amar a los enemigos, a vivir sin rencores. Es un ejemplo que eleva a la humanidad a lo divino.
En un mundo donde la ira, el egoísmo y la ambición parecen gobernar, el consejo de cuidar, servir, amar y seguir al Señor es más que un recordatorio; es un acto de resistencia espiritual. Resistencia a la tentación de olvidar quiénes somos, resistencia a la desesperanza que quiere apagar la fe, resistencia a la vanidad que corrompe la humildad. Ser servicial en tiempos de individualismo es contracultural, es demostrar que todavía hay corazones dispuestos a dar. Amar a Dios en tiempos de duda es levantar una antorcha en la oscuridad. Y seguir a Cristo en medio de tantas voces contrarias es afirmar que la verdad no cambia, aunque el mundo cambie.
El apóstol Pablo exhortaba: “Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:23). Esa visión eleva cada acción común —trabajar, servir, hablar, incluso descansar— a un acto sagrado, porque se hace pensando en Dios. Así, cuidarse no es banal, sino honrar el templo que es nuestro cuerpo. Servir no es una carga, sino un privilegio divino. Amar no es solo sentimiento, sino obediencia y fidelidad. Y seguir al Salvador no es solo imitación, sino transformación.
El Señor mismo aseguró: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:29). Allí está el secreto: descanso, paz, propósito. No un descanso pasajero, sino un descanso eterno. Quien sigue ese ejemplo perfecto no se libra de pruebas ni de dolor, pero recibe fortaleza para sobrellevarlos. Aprende que la vida no se mide en éxitos materiales, sino en fidelidad espiritual. Comprende que el verdadero triunfo es llegar a amar como Él amó, servir como Él sirvió, obedecer como Él obedeció.
Y es que cuidar, servir, amar y seguir no son cuatro caminos distintos, sino una misma senda que se recorre con pasos firmes. Se comienza cuidando el corazón, limpiándolo de resentimientos, alimentándolo de fe. Luego se sirve a quienes están alrededor, sin medir si lo merecen o no, sino porque servir es un reflejo de nuestra identidad divina. Se ama a Dios con todo lo que somos, entregando cada día como ofrenda. Y finalmente, se sigue al Salvador, paso a paso, con tropiezos y caídas, pero con la mirada puesta en Él, sabiendo que su gracia cubre nuestras debilidades.
El profeta Alma enseñó que “es menester que haya un cambio, un cambio grande en vuestros corazones” (Alma 5:12). Ese cambio es lo que produce el vivir de acuerdo con este consejo. Cambia la manera en que vemos el dolor, cambia la forma en que enfrentamos el futuro, cambia la esencia de lo que somos. Porque cuidarse no es solo prolongar la vida, es prepararla para la eternidad. Ser servicial no es solo ayudar, es reflejar al Salvador. Amar a Dios no es solo obedecer, es entregarse de lleno a su voluntad. Y seguir a Cristo no es solo creer en Él, es convertirse en un discípulo verdadero.
Quien elige vivir así descubre que la vida adquiere un brillo diferente. El trabajo diario ya no es una rutina vacía, sino un campo de servicio. La familia deja de ser solo un vínculo de sangre, para convertirse en una misión de amor. El dolor deja de ser un enemigo, para transformarse en un maestro silencioso. Y la muerte ya no es un final oscuro, sino una puerta luminosa hacia la plenitud prometida.
Ese consejo sencillo —cuídate mucho, sé servicial, ama a Dios y sigue al Salvador— es más que una frase. Es un mapa para no perdernos, un recordatorio de lo esencial, un eco de la voz divina que siempre nos llama. Si lo seguimos con sinceridad, no solo cambiaremos nosotros, sino que seremos instrumentos para cambiar el mundo que nos rodea. Porque la luz de Cristo, cuando brilla en un corazón, ilumina inevitablemente a quienes están cerca. Y cuando esa luz se multiplica en muchos, las tinieblas del mundo no tienen poder para apagarla.
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