Tuesday, August 5, 2025

La Existencia de Dios: Certeza del Alma Despierta


 

La existencia de Dios ha sido, desde los albores de la humanidad, la pregunta más antigua, más constante y más urgente del alma. No hay rincón de la historia donde no se haya buscado, adorado, negado o redefinido la idea de un Ser Supremo. Pero más allá de la filosofía, la ciencia o la religión institucional, la existencia de Dios se revela de una manera más íntima, más poderosa y más irrefutable: en la experiencia del alma humana que despierta. Esa alma que empieza a ver no solo con los ojos del cuerpo, sino con los del espíritu. Esa alma que, al enfrentarse al dolor, al amor, al perdón, al nacimiento de un hijo, al último aliento de un padre, a la risa que estalla sin razón o al silencio que cala más que mil palabras, sabe —sin evidencia científica— que no está sola.


Los caminos hacia esa certeza no son los mismos para todos. Algunos llegan por la desesperación, otros por la curiosidad, otros por la tradición, y otros por una epifanía súbita e inexplicable. Pero todos los que lo encuentran, o más bien, todos los que se dejan encontrar por Él, descubren lo mismo: que siempre estuvo allí. Que no solo existe, sino que es la razón por la cual todo lo demás existe. Que Él es la fuente no solo de vida, sino de sentido.


Para comprender a Dios no se necesita un doctorado, sino una disposición del corazón. Hay quienes pasan décadas estudiando textos sagrados, religiones comparadas y argumentaciones lógicas sobre la posibilidad o imposibilidad de un ser divino, y aun así no logran sentirlo. Y hay otros que, sin saber leer, miran al cielo en un momento de angustia y sienten una respuesta que los transforma para siempre. Esta diferencia no está en el intelecto, sino en la humildad. Solo el alma que se rinde puede recibir lo que no se puede tomar por fuerza: la certeza de Su presencia.


Sin embargo, esa certeza no se impone. Dios nunca ha buscado ser comprobado como se comprueba una fórmula matemática. Su forma de revelarse es más parecida a la manera en que se siente el amor verdadero: no se ve, pero se sabe. Se manifiesta en susurros, no en gritos; en pequeños milagros cotidianos, no siempre en grandes señales. Está en el niño que ríe aunque no tenga juguetes, en la madre que ora por su hijo rebelde, en el anciano que muere en paz. Dios no se esconde, pero tampoco invade. Está, pero espera.


Esa espera divina es una muestra de amor, no de indiferencia. El Creador de todo lo visible e invisible es también el más paciente de los seres. Deja que sus hijos se equivoquen, duden, huyan, nieguen. Y aun así, sigue allí. Como la luz del sol que no deja de brillar aunque uno cierre las cortinas. Quien esté dispuesto a abrirlas, aunque sea un poco, será inundado por una claridad que no se puede explicar, pero que tampoco se puede negar.


Y esa luz lo cambia todo. No borra los problemas, no evita las pérdidas, no elimina el dolor. Pero da sentido. Y cuando el alma humana encuentra sentido, encuentra a Dios. Porque el sentido último de todo lo que somos, vivimos y sufrimos está en Él.


La existencia de Dios no es solo una teoría reconfortante para los débiles o una herencia cultural de nuestros antepasados. Es una realidad activa, viva, vibrante. Se puede sentir cuando se ama de verdad, cuando se perdona con sinceridad, cuando se sirve sin esperar nada a cambio. Se puede oír en el canto de los pájaros, en el llanto de un recién nacido, en la voz de una conciencia que susurra lo correcto aunque duela. Se puede ver en el orden perfecto del universo, en la complejidad del ADN, en la armonía de las estaciones. Pero sobre todo, se puede conocer cuando uno se atreve a hablarle, aunque sea en voz baja, aunque sea en el fondo de la noche, aunque sea con lágrimas en lugar de palabras.


Muchos se preguntan por qué Dios no se manifiesta de manera más clara, más directa, más rotunda. Pero esa es la belleza del libre albedrío: la libertad de creer. Si Su existencia fuera tan evidente como la gravedad, el creer dejaría de ser una elección y se convertiría en una obligación. Pero el amor no florece en la imposición, sino en la libertad. Y Dios no busca esclavos intelectuales, sino hijos amorosos. Su silencio aparente es, en realidad, una invitación a escuchar con otros oídos. No los del cuerpo, sino los del espíritu.


Y cuando uno escucha con esos oídos, se da cuenta de que siempre ha estado hablando. A través de las escrituras, sí. Pero también a través de la música, de la naturaleza, de los actos de bondad de otras personas, de la historia del mundo, de las circunstancias personales. Todo es parte de un lenguaje divino que no se expresa con sílabas, sino con experiencias. Un idioma que no se aprende en una escuela, sino en el alma.


La experiencia espiritual es profundamente personal, pero también universal. No hay raza, edad, género ni condición social que limite el acceso a Dios. Lo que Él pide no es una membresía, sino un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Lo que Él ofrece no es una vida sin problemas, sino una vida con propósito. Porque incluso el sufrimiento, en Sus manos, se convierte en herramienta de redención.


La existencia de Dios también se hace evidente cuando miramos hacia atrás. Hay momentos que, en el instante, parecieron aleatorios o incluso crueles. Pero al ver el cuadro completo, uno nota patrones, conexiones, puertas que se cerraron para que se abrieran otras mejores. Esa retrospectiva espiritual es una de las formas más dulces en que Dios se manifiesta: mostrando que nunca se ha apartado, que incluso los desvíos formaban parte del camino.


Cuando se reconoce la existencia de Dios, se reconfigura toda la vida. Ya no se vive como quien improvisa, sino como quien interpreta una sinfonía escrita por un compositor amoroso. Ya no se camina en la oscuridad, sino con una luz interior que guía incluso en medio de la tormenta. La muerte ya no es un final, sino una transición. La justicia ya no es venganza, sino restauración. El prójimo ya no es un extraño, sino un hermano.


Y sin embargo, esta certeza no hace que uno se sienta superior a quienes no creen. Al contrario: produce compasión, ternura, deseo de compartir sin imponer. Porque uno sabe lo que es vivir sin esa luz, y desea que todos puedan conocerla. Pero también comprende que cada alma tiene su tiempo, su proceso, su historia. El testimonio de la existencia de Dios no se proclama con gritos, sino con actos. No se impone desde un púlpito, sino que se encarna en una vida coherente.


La existencia de Dios se confirma cada día en la fidelidad con la que sostiene al mundo, en el ritmo perfecto de la creación, en los ciclos del tiempo, en la belleza que sigue existiendo a pesar del caos. Y, sobre todo, en la manera en que transforma corazones. Porque no hay milagro más grande que un alma endurecida que se vuelve mansa, un odio que se convierte en perdón, un vicio que se transforma en virtud, una vida rota que se vuelve santa.


Creer en Dios no es negar la razón, es elevarla. No es huir del dolor, es atravesarlo con esperanza. No es vivir en fantasía, es ver la realidad con ojos nuevos. No es una superstición, es una relación. Una relación viva, íntima, personal. Una relación que cambia al que cree más de lo que el que cree puede cambiarla a Él. Porque Dios no necesita ser creído para existir. Pero el que cree, encuentra en Él todo lo que su alma ha buscado.


Así, la existencia de Dios se convierte en la verdad más dulce y poderosa que se puede abrazar. No como una conclusión lógica al final de un silogismo, sino como una canción que uno reconoce aunque no recuerde dónde la oyó por primera vez. Una canción que resuena en el alma cuando esta está en sintonía con su Creador.


No hay argumento humano que pueda reemplazar el toque divino. No hay palabra que pueda igualar la voz que susurra al alma: “Estoy aquí. Siempre he estado. Siempre estaré.” Esa voz no busca aplausos, ni seguidores, ni templos de piedra. Busca corazones. Corazones dispuestos a amar, a cambiar, a confiar.


Y ese es el milagro constante. Que en un mundo tan complejo, tan lleno de ruido, de injusticias y de prisas, todavía haya millones de almas que, en lo profundo de su ser, sienten una certeza serena e inexplicable: Dios vive. Y porque Él vive, todo lo demás vale la pena.


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