Sunday, August 10, 2025

El tamaño de la promesa es igual al tamaño de la prueba


 

Cuando Dios decide intervenir en la vida de alguien, no siempre lo hace con palabras dulces, señales suaves o caminos fáciles. A veces lo hace con gigantes. O con tormentas. Con imposibles. Y aunque muchos buscan al Dios de los milagros, son pocos los que entienden que los milagros comienzan en el umbral del abismo.


He aprendido que en el lenguaje del cielo, las pruebas no son accidentes, sino asignaciones. No son interrupciones en el plan, sino parte del plan. Si alguien esperaba que el llamado divino viniera acompañado de comodidad, seguridad o garantías humanas, se ha equivocado de Evangelio. Porque cuando Dios quiso hacer a David rey, no lo puso en un trono, lo puso frente a un gigante. Y cuando quiso que Pedro aprendiera a confiar, no le dio un remo, le dio una tormenta.


Es aquí donde mi opinión empieza a asentarse con firmeza: los desafíos que parecen demasiado grandes son, en realidad, pruebas diseñadas a la medida de la promesa. No se trata de un castigo, sino de un camino de ascenso. Las luchas no son obstáculos que frustran el propósito de Dios, sino herramientas que lo revelan.




David era un pastor. Un muchacho más del campo. Amaba la música, cuidaba ovejas y obedecía a su padre. No tenía armadura, ni entrenamiento militar. Pero tenía una unción secreta, derramada por el cielo mucho antes de que tuviera fama. ¿Y cómo responde Dios a esa unción? Con un gigante. Con un filisteo armado hasta los dientes, que por 40 días humillaba a los ejércitos de Israel. Uno pensaría que un joven con promesas divinas recibiría puertas abiertas, aliados poderosos o caminos despejados. Pero no. Recibió un enemigo descomunal.


¿Por qué? Porque la batalla con Goliat no fue una amenaza a su destino, fue la antesala. El gigante era el escenario que Dios diseñó para que Israel supiera quién era David, y para que David supiera quién era Dios.


Eso me lleva a una conclusión que no puedo ignorar: muchas veces, lo que consideramos como el obstáculo más grande de nuestra vida, es en realidad el trampolín de Dios hacia un nuevo nivel espiritual. No son castigos. Son plataformas.




Lo mismo ocurre con Pedro. El discípulo impulsivo, el pescador valiente, el que se atrevió a decir lo que otros callaban. Jesús lo conocía, y sabía que su fe tenía que ser templada, no en la teoría, sino en el campo de batalla. Una noche, en medio del mar, el Maestro no solo se les apareció caminando sobre las aguas. Le dijo a Pedro que saliera del bote.


No hay frase más corta ni más radical: “Ven”. Una palabra. Pero cargada con todo el peso de la fe. Y Pedro, aún con dudas, lo intenta. Camina unos pasos. Pisa lo imposible. Pero entonces, se distrae. Mira el viento. Se hunde.


¿Y qué hace Jesús? Lo toma de la mano. Lo levanta. Le enseña. Porque la fe, más que una teoría, es una experiencia en medio de las olas.


Desde ese momento, entiendo que muchas veces Dios no calma la tormenta para que creamos. Nos llama a caminar en ella. Nos entrena. Nos forma. Nos permite tropezar para fortalecernos. La fe no se edifica en la calma. Se revela en el caos.




Esto no es solo historia antigua. Es patrón eterno. Cada vez que Dios quiere levantar a alguien, lo prepara con pruebas.


Quien ora por paciencia, recibe esperas.

Quien suplica por sabiduría, enfrenta decisiones difíciles.

Quien pide ser instrumento en las manos del Señor, pasa por el yunque de la humildad.


No es castigo. Es diseño. Y aunque a veces el proceso duele, siempre vale la pena. Porque Dios no da cargas, da alas. Nos permite sentir el peso para que también podamos reconocer su poder.




Hay días en los que uno se pregunta: ¿por qué tanto peso? ¿Por qué tanto silencio del cielo cuando más se necesita dirección? Pero entonces, vuelvo a recordar: los gigantes no son señales de abandono. Son anuncios de promoción. Las tormentas no son accidentes del camino. Son parte del método de Dios para que aprendamos a mirar, no el agua, sino el rostro del Salvador.


En cada prueba, hay una oportunidad de transformación. En cada noche oscura, hay una fe que puede brillar. Porque lo cierto es que no se puede ser como Cristo, sin caminar donde Él caminó. Sin confiar como Él confió. Sin obedecer en medio del dolor, como Él obedeció.




Es por eso que cuando las pruebas llegan, ya no las veo como castigos. Las veo como citas divinas. Como capítulos escritos por un Padre que no improvisa. Un Dios que forma reyes con gigantes y discípulos con tormentas.


El mundo nos ha enseñado que si algo duele, hay que evitarlo. Que si algo es difícil, no viene de Dios. Pero la verdad eterna es distinta: lo que duele, forma. Lo que reta, transforma. Lo que parece que nos rompe, en realidad nos construye desde adentro.


No tengo miedo del gigante si sé que hay una unción en mi cabeza. No temo la tormenta si mi mirada está en el Salvador. Porque cada dificultad tiene fecha de caducidad, pero cada lección tiene valor eterno.




A veces el llamado de Dios no es a la comodidad, sino al riesgo. No a la seguridad, sino a la entrega. El Maestro no promete que no habrá olas, promete que no caminaremos solos. Y eso basta.


Hay momentos en los que uno necesita dejar de orar para que el gigante desaparezca, y comenzar a orar por valor para enfrentarlo. No pedir que la tormenta pase, sino que la fe se mantenga firme mientras pasa. Porque al final, el Dios que permite la lucha, es el mismo que ofrece la victoria.


Y si alguna vez dudas de esto, recuerda: a David no lo hizo rey la corona, lo hizo rey el día que se paró ante Goliat con una honda y cinco piedras. A Pedro no lo convirtió en líder el día que predicó en Pentecostés, sino el día que se atrevió a caminar sobre el agua.


Los momentos de mayor gloria son precedidos por pruebas que parecen imposibles. Pero en el cielo, ese es exactamente el terreno fértil para los milagros.


Dios no ha cambiado. Todavía llama a hombres y mujeres comunes a caminar sobre lo imposible. Todavía forma reyes con gigantes y discípulos con tormentas.


Y tú, ¿qué gigante tienes delante? ¿Qué mar agitado te está llamando a cruzar?


Tal vez no sea el fin del camino. Tal vez sea solo el principio del milagro.


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