La vida es un sendero donde nadie nos entrega advertencias previas ni nos prepara con manuales que nos indiquen cómo enfrentar el dolor. Todo sucede de repente: una noticia que cambia el rumbo de los días, una pérdida que nos quita el aire, una traición que nos sacude el corazón, una enfermedad que parece no dar tregua. No hay forma de anticipar esos momentos, y cuando menos lo esperamos nos descubrimos en medio de la tormenta, intentando avanzar, a veces arrastrándonos, otras veces simplemente resistiendo. Lo cierto es que nadie nos enseñó a vivir con ansiedad, con tristeza o con las lágrimas silenciosas que brotan cuando nadie nos ve. Pero ahí estamos, intentándolo, dando pasos pequeños, y esa sola acción de seguir avanzando ya es una prueba de que no todo está perdido.
Es natural preguntarse por qué las pruebas parecen interminables, por qué, justo cuando pensamos que ya hemos soportado lo suficiente, surge un nuevo desafío que exige de nosotros más fuerza, más paciencia, más fe. Las escrituras dan una clave esencial cuando nos recuerdan que “es necesario que haya una oposición en todas las cosas” (2 Nefi 2:11). La oposición no es un accidente del universo ni una injusticia que Dios descuida, sino una condición necesaria para nuestro crecimiento. Así como la semilla debe romperse para dar fruto, así también el alma debe pasar por quiebres que permiten que brote algo más profundo en nuestro interior. No hay aprendizaje sin dificultad, no hay paciencia sin espera, no hay fe sin incertidumbre.
La ansiedad, la tristeza y la desesperanza no son enemigos que simplemente desaparecen al ignorarlos. Son realidades humanas que nos obligan a aprender a confiar en algo más grande que nosotros mismos. En medio de esa lucha silenciosa podemos recordar las palabras dirigidas a José cuando, en prisión y en aflicción, clamaba por alivio: “Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento” (DyC 121:7). Esa promesa no solo le pertenecía a él, sino que resuena para cada uno de nosotros en los momentos en que sentimos que la carga es insoportable. Es una invitación a mirar más allá del instante, a confiar en que la eternidad ofrece una perspectiva distinta de la que tenemos en medio de la tormenta.
A veces pensamos que el valor se demuestra en actos públicos, en hazañas visibles, pero la verdad es que muchas de las batallas más valiosas son invisibles. Son esas lágrimas que no mostramos, esas oraciones que decimos en voz baja sin que nadie nos escuche, esas decisiones silenciosas de levantarnos un día más cuando la tentación de rendirse parece más fuerte. Enós, en su relato, expresó cómo luchó en oración durante un día y una noche enteros hasta recibir paz en su alma: “He aquí, mi alma tenía hambre; y me arrodillé ante mi Hacedor, y clamé a él en oración y súplica por mi alma” (Enós 1:4). Esa experiencia no fue instantánea ni fácil, sino un reflejo de lo que significa perseverar aun cuando parece que no hay respuesta inmediata.
La sociedad actual nos ha enseñado a buscar soluciones rápidas. Vivimos rodeados de tecnología que resuelve en segundos lo que antes requería días. Sin embargo, el alma no sana a la velocidad de un clic. Las heridas profundas exigen paciencia, perseverancia y confianza. Job, en medio de sus pérdidas, declaró con firmeza: “He aquí, aunque él me matare, en él esperaré” (Job 13:15). Esa declaración encierra la esencia de la fe verdadera: confiar aunque no haya señales visibles, esperar aun cuando el dolor es más fuerte que la esperanza, seguir de pie aunque todo alrededor nos invite a caer.
El silencio de Dios puede ser uno de los aspectos más difíciles de enfrentar. Oramos y no escuchamos respuesta, suplicamos y no parece haber alivio. En esos momentos comprendemos la experiencia del mismo Salvador en Getsemaní, cuando oró tres veces pidiendo que pasara de él aquella copa, y aun así bebió de ella para cumplir la voluntad de su Padre. “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). Si hasta el Hijo de Dios experimentó la aparente ausencia de respuesta, ¿cómo podríamos esperar nosotros estar exentos de ese proceso? El silencio no es abandono, es preparación; no es indiferencia, es confianza divina en nuestra capacidad de resistir y crecer.
El alma herida tiende a esconderse, pero las escrituras nos recuerdan que no hemos sido llamados a cargar solos. Al hacer convenios con Dios, también hemos sido llamados a “llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras” y a “consolar a los que necesitan de consuelo” (Mosíah 18:9). Esta invitación transforma la forma en que vemos nuestro sufrimiento: ya no es solo un peso personal, sino una oportunidad de conectar con otros, de aprender empatía, de llorar con los que lloran y brindar esperanza desde nuestra propia experiencia. Cada lágrima que hemos derramado nos hace más sensibles al dolor ajeno, y eso nos permite ser instrumentos de consuelo en manos de Dios.
Los días oscuros no son eternos. Aunque parezcan interminables, siempre llega la mañana. Lamentaciones 3:23 nos recuerda que “nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad”. Esa fidelidad es la certeza de que Dios no se cansa de nosotros, de que su misericordia se renueva a diario, de que nunca estamos demasiado lejos para volver a empezar. Esa promesa nos da aliento en los momentos en que pensamos que no tenemos fuerzas para un día más.
Cada paso que damos, por pequeño que parezca, es una victoria. A veces pensamos que las victorias deben ser grandiosas y evidentes, pero la eternidad reconoce como triunfos aquellas decisiones íntimas y constantes: perdonar cuando duele, orar cuando no se tienen palabras, levantarse cuando parece más fácil quedarse caído. El apóstol Pablo lo resumió de manera sublime al decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7). Guardar la fe es la meta, no importa cuántas caídas tengamos en el camino.
En ese proceso, debemos aprender a ser amables con nosotros mismos. Muchas veces nos juzgamos con una dureza que Dios no aplica. Él ve nuestra lucha, comprende nuestro cansancio y reconoce cada esfuerzo, incluso cuando nosotros mismos no lo valoramos. Mosíah 24:14 enseña que el Señor no siempre quita nuestras cargas, pero sí promete aliviarlas para que podamos soportarlas. Y en ese alivio, en esa calma que llega inexplicablemente, descubrimos que el amor divino nunca nos abandona.
El sufrimiento no es un callejón sin salida, es un pasaje hacia una transformación más profunda. A través de las pruebas se desarrolla la paciencia, se fortalece la fe y se pule el carácter. Cada batalla deja una marca, pero esas marcas pueden convertirse en señales de crecimiento y en testimonios vivos de que no luchamos solos. Como el oro que se purifica en el fuego, así también nuestras almas se purifican en medio de las adversidades.
El amor de Dios se manifiesta no necesariamente en evitarnos el dolor, sino en acompañarnos en él. En ocasiones descubrimos que su ayuda llega de maneras inesperadas: una persona que aparece en el momento justo, una palabra que toca el corazón, un recuerdo de alguna escritura que nos da paz. Esa es la forma en que Dios responde, a veces sin ruidos ni manifestaciones espectaculares, sino en la suavidad de un susurro al corazón.
Nuestra historia no termina en el dolor. Aunque la tristeza y la ansiedad quieran convencernos de lo contrario, siempre hay un capítulo más, siempre hay una página nueva que escribir. Lo que hoy parece insoportable mañana puede ser el testimonio que inspire a alguien más. Así como Enós, que encontró paz tras una larga noche de oración, nosotros también podemos hallar respuestas después de días de lucha silenciosa.
El futuro que nos espera no es uno de condena, sino de esperanza. La promesa divina es clara: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4). Esa promesa nos invita a no quedarnos atrapados en la oscuridad, sino a mirar hacia adelante con confianza, porque el dolor no será eterno, pero la paz sí lo será.
Si hoy te encuentras atravesando tu momento más difícil, recuerda que cada paso que das es una declaración de valentía. Que tus lágrimas no son invisibles para Aquel que te conoce mejor que nadie. Que tu silencio no es un vacío, sino una oración que llega al cielo aun cuando no logras pronunciar palabras. Que tus batallas ocultas son reconocidas en la eternidad y que cada esfuerzo por seguir adelante tiene un valor incalculable.
Y cuando mires atrás, descubrirás que no caminaste solo. Verás huellas divinas junto a las tuyas, sentirás que tu dolor no fue ignorado, sino transformado en fortaleza. Aprenderás que la fe no consiste en tener todas las respuestas, sino en confiar aunque no las tengamos. Comprenderás que tu vida, con todas sus pruebas, es parte de un plan eterno diseñado con amor infinito. Y entonces, podrás repetir con certeza lo que una vez declaró un profeta: “Sé que Dios me dará fuerzas para soportar lo que venga, porque su gracia es suficiente”.
Así, aunque el mundo parezca oscuro, aunque las lágrimas no cesen, aunque el silencio sea profundo, confía en que la mañana llegará. Y cuando llegue, todo estará bien.
No comments:
Post a Comment