Monday, August 25, 2025

Para Entrar en el Reino: Hacerse como un Niño


 





Cuando pienso en las palabras del Salvador, “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos” (Mateo 18:3–4), siento que hay un llamado profundo que atraviesa todas las épocas. Es como si Jesucristo me dijera al oído que, en medio de tantas responsabilidades, logros, títulos y luchas de la vida adulta, nunca debo olvidar que la verdadera grandeza está en la humildad, en la pureza y en la confianza sencilla que un niño tiene en su padre.


Durante años pensé que crecer era distanciarse de la niñez, dejar atrás lo ingenuo y lo frágil. Hoy entiendo que el evangelio me invita a otra cosa: a rescatar, en mi vida madura, las virtudes más puras de la infancia. No se trata de ser infantil ni irresponsable, sino de ser humilde, dócil, lleno de amor, sin orgullo, sin doblez, sin máscaras.


El rey Benjamín lo dijo con fuerza en Mosíah 3:19: “El hombre natural es enemigo de Dios, y lo ha sido desde la caída de Adán, y lo será para siempre jamás, a no ser que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natural, y se vuelva un santo por medio de la expiación de Cristo el Señor, y se haga como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor, dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre él, así como un niño se somete a su padre.”


Aquí está el corazón del discipulado: vencer al hombre natural y volvernos como niños. El hombre natural busca controlar, dominar, imponer. El niño, en cambio, confía, se deja enseñar, obedece con amor. Cuando mi orgullo me domina, cuando siento que quiero hacer las cosas a mi manera, recuerdo esta escritura y me doy cuenta de que necesito volver a arrodillarme como un hijo delante de su Padre Celestial, dispuesto a aceptar Su voluntad.


Una de las escenas más tiernas de todas las escrituras está en 3 Nefi 17. Jesús, en las Américas, después de enseñar y sanar, pide que le traigan a los niños. Luego ora con tal poder que no se pueden escribir sus palabras. Llora, y después bendice a los pequeños. Los rodea un fuego celestial, y ángeles descienden del cielo para ministrarles. ¿Qué fue lo que conmovió tanto al Salvador? Estoy convencido de que fue la pureza de esos pequeños, la sencillez de sus corazones. Los adultos llevamos cargas, resentimientos, culpas, apariencias. Los niños llegan limpios, confiados, puros. Esa pureza es la que el Salvador quiere restaurar en nosotros.


El sabio de Eclesiastés escribió: “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eclesiastés 1:2). Y qué cierto es. Los adultos nos enredamos en lo vano: competir por quién tiene más, obsesionarnos con la apariencia, querer reconocimiento. Al final, todo eso se desvanece. Ninguna de esas cosas da paz en el alma. La paz viene de vivir con la sencillez de un niño que se acuesta confiado en que su Padre lo cuida.


Lehi y Nefi vieron ese gran y espacioso edificio que representa el orgullo del mundo. Se describe lleno de “las vanas imaginaciones y el orgullo de los hijos de los hombres” (1 Nefi 12:18; 2 Nefi 26:10). Allí están los que se burlan, los que señalan con el dedo, los que creen que saben más que todos, los que se sienten autosuficientes. Ese edificio no tiene cimientos, pero parece atractivo. Qué contraste con un niño que no necesita aparentar nada, que simplemente confía, que vive sin máscaras. La visión nos recuerda que el orgullo destruye, pero la humildad salva.


Alma, cuando observó a los zoramitas en Alma 31:27, vio que “claman a Dios con sus bocas, mientras se hinchan en el orgullo de sus corazones, con las cosas vanas del mundo.” Esa es la oración vacía, la oración mecánica, sin sinceridad. Cuántas veces, siendo adulto, he sentido la tentación de orar con palabras bonitas pero sin corazón. Y, en contraste, recuerdo la oración sencilla de un niño: “Gracias por mi comida, gracias por mi mamá, gracias por mi papá, bendice a mi perro.” Esa oración, aunque simple, sube con poder al cielo, porque es honesta, es pura, es verdadera.


Pero el evangelio no solo nos llama a mirar a los niños; nos llama a ser como ellos. Pienso en la historia de Easton Darrin Jolley, un joven con una enfermedad muscular que apenas podía caminar, y que aun así quiso cumplir con su deber de pasar la Santa Cena. Él no buscaba reconocimiento, solo quería servir y, sobre todo, entregar la bandeja a su propio padre, el obispo. Con gran esfuerzo, subió los escalones del púlpito, paso a paso, como si escalara su propio monte Everest. Su motivación no era el aplauso, sino el amor. En ese acto, él mismo parecía repetir las palabras de Jesús en Juan 17:4: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese.” Ese es el espíritu de un niño: querer agradar a su padre, cumplir con amor su deber, sin preocuparse de la opinión de los demás.


La vida sería distinta si todos fuéramos como niños. Habría menos resentimiento, menos odio, menos guerras. Los niños perdonan rápido, aman sin condiciones, confían sin reservas. Ellos nos muestran cómo debería ser nuestra relación con Dios: pura, confiada, sencilla.


El desafío de la adultez es que el mundo nos roba esa inocencia: nos volvemos cínicos, desconfiados, orgullosos. Pero cada vez que oro con sencillez, cada vez que confío en Dios sin entenderlo todo, cada vez que perdono de corazón, siento que algo de esa infancia espiritual regresa a mí. Ser como un niño es aprender a ver a Dios en lo cotidiano, a maravillarse con lo sencillo, a reír sin miedo, a llorar sin vergüenza, a vivir con un corazón limpio.


Jesús nos enseñó este camino no solo con palabras, sino con Su propia vida. Él se sometió por completo a la voluntad del Padre. En Getsemaní dijo tres veces: “No se haga mi voluntad, sino la tuya.” Fue llevado como cordero al matadero, y no abrió Su boca con queja. Fue el Hijo perfecto, humilde y obediente hasta la muerte. El más grande de todos se hizo el más humilde de todos, para salvarnos.


Ser como niños no es un detalle menor en el evangelio, es el centro mismo del discipulado. Sin humildad no hay cielo. Sin confianza no hay paz. Sin pureza no hay revelación. Y sin amor sincero no hay semejanza con Cristo.


Por eso, al repasar estas escrituras, encuentro un mapa espiritual: Mateo me enseña la condición del reino. Mosíah me muestra cómo vencer al hombre natural. 3 Nefi me da la visión más hermosa del amor de Cristo por los niños. Eclesiastés me recuerda no perderme en lo vano. Nefi me advierte que el orgullo del mundo no tiene cimientos. Alma me señala que la oración vacía no sirve sin un corazón puro. Y Juan me muestra que nuestra misión final es glorificar al Padre.


Testifico que al volvernos como niños, nos acercamos más a Cristo. Y sé que Él, el más fiel y humilde de todos los Hijos de Dios, nos invita a entrar en Su reino con un corazón puro y sencillo. Ese es el camino.





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