La fe no es solamente una creencia que se guarda en el pensamiento, ni una frase que se repite para convencerse de que todo irá bien. La fe es acción, es confianza, es caminar aun cuando no se sabe con certeza hacia dónde conduce el camino. Es el principio de poder por el cual fueron hechas las cosas, y también el principio que permite que un corazón humano se levante después de haber sido quebrantado. Tener fe no significa librarse de las pruebas; significa recibir en medio de ellas la fuerza suficiente para soportar y seguir avanzando.
Las pruebas no son interrupciones caprichosas del destino; forman parte del plan divino. Están diseñadas para que aprendamos lo que no podríamos aprender de otra manera. La escritura enseña que “todas estas cosas te darán experiencia, y serán para tu bien”. Cuando lo leo, me impresiona la seguridad con que lo declara. Porque a primera vista no parece lógico. ¿Cómo puede el sufrimiento convertirse en bien? ¿Cómo puede la pérdida, la enfermedad, la decepción, la pobreza o la soledad ser útiles? Sin embargo, al mirar atrás, veo que aquellas temporadas de dolor me enseñaron más que los días tranquilos. Así como el oro no se purifica sin el fuego, así el alma no se santifica sin tribulación.
Un ejemplo claro está en la vida de Job. Él lo tenía todo: familia, bienes, paz, prosperidad. Pero de pronto, en cuestión de días, lo perdió todo. Perdió a sus hijos, sus riquezas, su salud, su reputación. Sus amigos lo acusaban, su esposa lo invitaba a renunciar a su fe. Y sin embargo, él pudo decir: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Esa declaración es un testimonio poderoso de lo que significa tener fe en medio de las pruebas. Job no entendía las razones de su sufrimiento, no sabía por qué le sucedía todo aquello, pero decidió seguir confiando en Dios aunque no tuviera respuestas. Su historia demuestra que la verdadera fe no se prueba en los días de prosperidad, sino en las noches de aflicción. Y al final, cuando la prueba pasó, Job no solo recuperó lo que había perdido, sino que su entendimiento de Dios se volvió más profundo. Él mismo lo reconoció diciendo: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven”. Las pruebas, cuando son soportadas con fe, nos llevan a un conocimiento más real y cercano del Señor.
Así también he aprendido que la guía divina no siempre se manifiesta con claridad inmediata. A veces no hay un mapa desplegado delante de mí, sino una sola lámpara que alumbra el próximo paso. Esa guía puede venir en formas inesperadas. Un ejemplo de esto es Elías, el profeta que se sintió solo y desanimado en el desierto, huyendo y pensando que todo había terminado. Se refugió en una cueva, agotado, buscando al Señor. Y vino un viento fuerte, pero el Señor no estaba en el viento. Luego vino un terremoto, pero tampoco allí estaba el Señor. Después un fuego, y tampoco. Finalmente vino un silbo apacible y delicado, y allí estaba la voz de Dios. Esa experiencia enseña que la guía divina no siempre llega con manifestaciones dramáticas o espectaculares, sino en formas sutiles, suaves, íntimas, que requieren silencio interior para ser reconocidas. A veces queremos respuestas grandiosas, pero Dios elige hablarnos en susurros que solo un corazón sensible puede escuchar.
Las pruebas son entonces el terreno donde la fe echa raíces profundas. Job nos enseña que la paciencia y la perseverancia revelan la confianza real en Dios. Elías nos enseña que la guía divina se reconoce en la calma y no siempre en lo extraordinario. Ambos ejemplos reflejan una verdad eterna: que las dificultades y la incertidumbre no son señal de abandono, sino de preparación.
Cuando vivo mis propias pruebas, recuerdo estas historias y entiendo que no soy el único en caminar senderos oscuros. Los profetas también pasaron por silencios prolongados y dolores profundos. Y, como ellos, yo también estoy llamado a confiar. A veces me doy cuenta de que lo que más duele en el presente se convierte después en la evidencia más clara de que Dios nunca me soltó. La enfermedad, la pérdida, la decepción, todo eso, si lo vivo con fe, puede transformarse en un canal de crecimiento espiritual.
La fe me impulsa a dar un paso más, aunque no entienda todo. La prueba me moldea, aunque a veces queme como el fuego. Y la guía divina me recuerda que no estoy solo, que hay ángeles alrededor, que el Espíritu habla, que Dios sigue obrando en lo pequeño y en lo grande. Es un patrón que se repite una y otra vez: la fe se prueba, las pruebas fortalecen, y la guía llega, aunque tarde, aunque en silencio, aunque de maneras inesperadas.
He llegado a creer que la vida entera es un taller del alma. Cada día es una lección, cada circunstancia es parte del diseño. El Maestro Escultor me trabaja con cincel y martillo, y aunque a veces duele el proceso, sé que está formando en mí algo que aún no veo, pero que será glorioso al final. Las pruebas no son castigo; son la evidencia de que Dios me prepara para algo más grande. La fe no es ingenuidad; es el poder de confiar cuando no tengo todo claro. La guía divina no es siempre estruendo; muchas veces es un susurro que, si lo sigo, me conduce a la paz.
Así, cuando miro hacia atrás, no veo solamente sufrimiento, sino la huella de un Dios que nunca me abandonó. Descubro que no fueron mis fuerzas las que me sostuvieron, sino Su gracia. No fue mi entendimiento el que me guió, sino Su Espíritu. No fue soledad lo que prevaleció, sino la compañía de manos invisibles que me levantaron cuando estaba por caer. La fe, las pruebas y la guía divina no son piezas separadas de mi vida, son parte de un mismo diseño eterno que me lleva, paso a paso, hacia la vida plena que Dios promete a los que confían en Él.
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