Thursday, August 21, 2025

La diferencia entre ser honesto y ser íntegro

 



Ser honesto o ser íntegro. Dos palabras que, en apariencia, parecen sinónimos, pero que al ser examinadas bajo la luz de las escrituras revelan diferencias tan profundas que marcan el rumbo de toda una vida. A menudo pensamos en la honestidad como una virtud esencial, como el fundamento mínimo de cualquier relación sana, sea con nuestra familia, con nuestros semejantes o incluso con nosotros mismos. Y lo es. Ser honesto significa no mentir, no engañar, no robar. Es hablar con la verdad y actuar de acuerdo con ella, al menos en la superficie visible de nuestras acciones. Pero la integridad es algo más que honestidad; es el todo indivisible del ser. La integridad significa vivir en completa coherencia con lo que uno cree y sabe que es correcto, incluso en lo secreto, incluso cuando nadie observa, incluso cuando resulta costoso. Mientras la honestidad responde a la pregunta de qué digo o qué muestro delante de otros, la integridad responde a la pregunta más radical de quién soy yo realmente delante de Dios.


Las escrituras abundan en ejemplos de esta diferencia. Pensemos en Nefi, que no solo fue honesto, sino íntegro. Cuando declaró que se deleitaba en la honradez, no se limitaba a decir que no mentía; estaba afirmando que su vida entera era transparente ante Dios. Lo vemos cuando, tras recibir el mandato de regresar a Jerusalén por las planchas, se sometió sin reservas, aun a riesgo de su vida. Podría haber dicho con honestidad: “esto es peligroso, mis hermanos se oponen, tal vez no sea razonable”. Pero su integridad lo impulsó más allá del discurso. No era solo su palabra lo que estaba alineado con la voluntad de Dios, sino todo su ser, dispuesto a actuar con lealtad absoluta. En contraste, sus hermanos Lamán y Lemuel, aunque a veces eran brutalmente francos al expresar su enojo o su escepticismo —lo cual en cierto sentido podría parecer “honesto”—, carecían de integridad porque sus corazones no estaban completos en la obediencia a Dios. La integridad no es solo transparencia en expresar lo que siento, sino fidelidad en vivir lo que sé que es verdadero.


El Salvador mismo dejó claro este principio cuando desenmascaró la hipocresía de los fariseos. Exteriormente ellos cumplían la letra de la ley. Pagaban diezmos, oraban en público, aparentaban justicia. En apariencia eran honestos, pues no negaban su religión ni escondían sus prácticas. Pero carecían de integridad, porque su interior no correspondía con el exterior. Eran como sepulcros blanqueados, hermosos por fuera y llenos de corrupción por dentro. Allí está la raíz: la honestidad puede quedarse en la superficie, la integridad exige totalidad. El íntegro es el mismo por dentro y por fuera, en público y en privado, cuando lo miran los hombres y cuando lo contempla solo Dios.


Alma enseñó a su hijo Coriantón que todas nuestras obras serían traídas a la luz en el juicio final, y que no existe la posibilidad de ocultar nada delante del Señor. Este recordatorio nos muestra por qué la integridad es superior a la mera honestidad. La honestidad mira hacia los hombres y procura mantener su confianza. La integridad mira hacia Dios y procura ser aprobado en su presencia. Uno puede engañar a los hombres, puede construir una imagen social aceptable, puede parecer recto. Pero nadie puede engañar a Dios. Allí la honestidad deja de ser suficiente; solo la integridad puede sostenernos frente a Aquel que pesa los corazones.


La historia de José en Egipto lo ilustra con fuerza. Cuando la esposa de Potifar intentó seducirlo, José podría haber sido “honesto” en rechazarla con palabras. Podría haber explicado su fidelidad verbalmente. Pero su integridad lo llevó más allá: huyó de la tentación, aunque eso le costara la cárcel. Integridad es hacer lo correcto no porque convenga, sino porque es lo único posible para un corazón entero. La honestidad lo habría detenido de mentir a su amo; la integridad lo impulsó a mantener limpio su pacto con Dios, aun a costa de su libertad. El precio fue alto, pero su integridad lo condujo finalmente a ser exaltado en Egipto, instrumento para salvar a naciones enteras del hambre.


El Libro de Mormón habla con frecuencia de la integridad como un corazón entero. Alma preguntaba a la congregación en Zarahemla: “Si habéis experimentado un cambio de corazón, ¿podéis sentir ahora mismo el cantar de la redención?”. Esa pregunta apela a la integridad, porque no basta haber sido honestos alguna vez en confesar la fe; es necesario vivir íntegramente, con constancia. La honestidad puede ser momentánea; la integridad es continua. La honestidad puede expresarse en una declaración; la integridad se demuestra en un estilo de vida.


La diferencia se refleja también en la distinción entre letra y espíritu. La honestidad cumple con la letra: digo la verdad, no robo, no engaño. La integridad cumple con el espíritu: vivo la verdad en toda su extensión, aun cuando nadie me lo exige, aun cuando no hay ley humana que me obligue. Un comerciante puede ser honesto en no vender con pesos falsos, pero íntegro será aquel que, además, trata con justicia, paga con generosidad, guarda su corazón libre de codicia. La honestidad puede mantenernos fuera de los tribunales de los hombres; la integridad nos prepara para el tribunal de Cristo.


En la vida diaria, la diferencia se vuelve evidente. Un estudiante puede ser honesto si no copia en un examen. Pero será íntegro si además estudia con esfuerzo, cumple con sus responsabilidades y se niega a engañarse a sí mismo con excusas. Un esposo puede ser honesto si no miente a su esposa; pero será íntegro si también guarda su corazón limpio, fiel incluso en sus pensamientos, manteniendo puro su compromiso aun cuando nadie lo observe. Un ciudadano puede ser honesto si no evade impuestos; pero será íntegro si además se interesa sinceramente por el bienestar de su comunidad, sirviendo con dedicación más allá de lo mínimo requerido.


La integridad es indivisible. No se puede ser íntegro solo en algunos aspectos de la vida. Un hombre que es honesto en los negocios pero cruel en su hogar no es íntegro. Una mujer que es sincera con sus amigos pero guarda rencor en su corazón no es íntegra. La integridad significa que lo que soy en privado y en público, en mis pensamientos y en mis palabras, en lo que digo y en lo que hago, está unificado en la luz de Cristo. Por eso las escrituras invitan a ser perfectos en Él, y esa perfección no significa impecabilidad sin errores, sino totalidad, plenitud, ser completos. Ser íntegro es ser entero, sin doblez, sin reservas.


El poder espiritual que acompaña a la integridad es inmenso. El Señor ha prometido que aquellos que viven con integridad gozarán de confianza en su presencia, de paz en medio de las pruebas, de claridad en medio de la confusión. Esa confianza es distinta a la tranquilidad de quien se sabe honesto a los ojos de los hombres. Es la certeza de que estamos en orden con Dios. Es el gozo de no tener nada que ocultar en lo secreto. Esa confianza, más que cualquier otra cosa, sostiene a los justos cuando llegan las tormentas de la vida.


Las historias de las escrituras nos muestran que la integridad suele ser probada en la adversidad. Job es el ejemplo más contundente. Satanás lo acusó delante de Dios, y aun después de perderlo todo, su integridad permaneció firme. Su honestidad habría sido decir que estaba sufriendo. Pero su integridad lo llevó a no maldecir a Dios ni apartarse de la fe. “Hasta que muera, no quitaré de mí mi integridad”, declaró. Ese es el espíritu que distingue al íntegro: no se define por las circunstancias, sino por una lealtad absoluta que no se negocia.


La integridad también está ligada a los convenios. El bautismo es una invitación a ser íntegros, a tomar sobre nosotros el nombre de Cristo y no ponerlo jamás en vergüenza. Cada vez que renovamos el convenio en la Santa Cena, no solo testificamos honestamente con palabras que recordaremos a Cristo, sino que nos comprometemos a vivir íntegramente de tal modo que nuestras acciones correspondan a ese testimonio. Una persona puede ser honesta al decir “sí creo en Cristo”, pero será íntegra cuando lo recuerde siempre, cuando guarde sus mandamientos aunque nadie más lo haga, cuando sea discípulo en el corazón y no solo en apariencia.


La falta de integridad, por otro lado, es siempre destructiva. Ananías y Safira, en el relato del Nuevo Testamento, son ejemplo de honestidad incompleta. Entregaron parte del dinero de una venta y pretendieron haberlo dado todo. No mintieron a los hombres solamente, sino a Dios. La tragedia de su historia no está solo en la mentira puntual, sino en la falta de integridad: quisieron aparentar devoción mientras retenían para sí algo en secreto. Es la misma lucha de todos los tiempos: la tentación de dividir el corazón, de reservar un rincón oculto para el egoísmo mientras el exterior parece entregado.


El llamado a la integridad es, en última instancia, un llamado a la santidad. Es vivir sin máscaras, sin compartimentos, sin reservas. La honestidad es necesaria y noble, pero es solo el inicio del camino. La integridad es la meta. La honestidad construye confianza entre hombres; la integridad edifica almas aptas para la eternidad. La honestidad evita la vergüenza social; la integridad abre la puerta de la gloria celestial. La honestidad responde al prójimo; la integridad responde a Dios.


Y quizá lo más hermoso es que la integridad, al final, nos da verdadera libertad. El que vive íntegro no teme ser descubierto, porque no tiene nada que esconder. No vive con doble vida, no divide su ser, no necesita cuidar fachadas. Su paz es profunda porque es real. Su confianza no depende de la opinión de los hombres, sino de la aprobación del Señor. Esa libertad es la mayor recompensa de la integridad: caminar con la frente en alto, con un corazón limpio, con la seguridad de que, al final del camino, escuchará la voz del Maestro diciendo: “Bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu Señor”.


Así se entiende que la diferencia entre honestidad e integridad no es solo semántica, ni académica, ni teórica. Es una diferencia que define el destino de nuestras almas. Ser honesto es importante, ser íntegro es imprescindible. Ser honesto nos hace confiables en este mundo; ser íntegro nos prepara para el reino venidero. Y mientras avanzamos en la vida, cada día, cada decisión, cada pensamiento, cada palabra nos invita a elegir no solo la honestidad, sino la integridad. Porque en el juicio final, el Señor no nos preguntará solamente si fuimos honestos en lo que dijimos, sino si fuimos íntegros en lo que fuimos.






No comments:

Post a Comment