Nunca pensé que llegaría el día en que caminar sería un acto consciente, un milagro cronometrado entre zancadas calculadas y la gratitud escondida en cada paso. Y sin embargo, aquí estoy: contando una historia que no solo involucra bisturís, prótesis y una rodilla nueva, sino la mano invisible de Dios guiando a los hombres y mujeres que dedican su vida al arte de sanar.
Mi operación fue en Seattle. Un reemplazo total de rodilla. Algo que, décadas atrás, habría significado un sufrimiento prolongado, una discapacidad creciente, y una vida recortada por el dolor. Pero hoy, gracias a los avances de la ciencia, a la tecnología de precisión, y al estudio diligente de quienes dedican años a entender el cuerpo humano, viví un procedimiento quirúrgico que raya en lo milagroso. No uso esa palabra a la ligera. Porque aunque no hubo relámpagos ni visiones del cielo, sí hubo algo sagrado en esa sala fría, llena de máquinas que zumbaban con sabiduría prestada.
Todo comenzó con un dolor que ya no podía ignorar. No era simplemente el desgaste natural de los años o el castigo de una vida activa. Era un recordatorio persistente de que este cuerpo tiene límites, y de que vivir con dolor, aunque ennoblece el alma, también puede desgastarla si no se acompaña de esperanza. Decidí entonces consultar con especialistas. Y así me vi en manos de expertos en Seattle, una ciudad conocida por su fuerte inclinación liberal y progresista, pero también hogar de hombres y mujeres profundamente dedicados al estudio, la medicina y la ciencia de vanguardia.
Es una ciudad de contrastes. De ideas audaces y, al mismo tiempo, de una precisión casi reverente por el conocimiento. Y en medio de todo eso, descubrí que no hay contradicción entre la fe y la ciencia cuando ambas sirven al propósito de sanar. Lo que algunos consideran opuestos, yo lo viví como una armonía divina.
Desde la proyección del tiempo hasta la planificación del viaje, desde la maleta cerrada hasta el primer paso dentro del hospital, ella estuvo a mi lado. Mi esposa fue más que compañía: fue certeza. Cada trayecto que recorrimos hasta Seattle, cada decisión, cada papel firmado, cada sala en la que entramos juntos, fue iluminado por su mirada. Una mirada que me brinda el todo. No hay otra forma de decirlo. Con solo estar ahí, me recordaba que no estaba solo, que esta experiencia no era una lucha sino un camino compartido.
Desde la primera consulta, supe que estaba en buenas manos. Pero más aún, sentí que estaba en manos preparadas por el Señor. Porque aunque ellos hablaban en términos técnicos, protocolos postoperatorios, anestesia regional, prótesis de titanio y terapia física futura, yo no podía dejar de pensar en una escritura: “He aquí, todas estas cosas proceden del Señor” (Mosíah 4:9 parafraseado). No todo lo que es divino viene con alas. A veces, viene con guantes quirúrgicos, con batas blancas, con licencias médicas en la pared.
El día de la operación fue una mezcla extraña de paz y nervios. Estaba rodeado de profesionales que sabían exactamente qué hacer, y sin embargo, mi mente no podía evitar volver al momento en que oré en silencio, mientras me colocaban la vía intravenosa. No pedí un milagro en el sentido tradicional. Pedí que las manos de esos médicos fueran guiadas. Que sus decisiones fueran inspiradas. Y que, si el Señor así lo permitía, pudiera regresar a casa con la certeza de que el dolor que por años me había acompañado, pronto sería solo un recuerdo.
Desperté algunas horas después con una rodilla nueva y una claridad asombrosa. El dolor que sentía no era comparable al que me había llevado hasta ese quirófano. Era distinto. Un dolor que anunciaba renovación. Era como si mi cuerpo me dijera: “Algo cambió. Aguanta un poco más. Vas a estar bien.”
Y entonces la vi.
Después de la cirugía, mientras el cuerpo se adaptaba a esta nueva etapa, me trajeron a la habitación donde, entre luces suaves y el zumbido constante de las máquinas, apareció la figura que más esperaba. Mi esposa. No puedo describir con exactitud lo que sentí en ese momento, pero fue una mezcla de alivio, paz y amor profundo. En medio de tubos, vendas y anestesia, su mirada me recordó que aún en la fragilidad, aún en la vulnerabilidad, hay consuelo. Hay ternura. Hay propósito.
Ella no tuvo que decir mucho. Su sola presencia fue medicina. Y en ese instante, comprendí que no solo había despertado con una nueva rodilla. Había despertado a una verdad más grande: que el amor de Dios se manifiesta en los seres que más nos aman. Verla ahí, tan firme y delicada a la vez, fue una bendición que no esperaba con esa intensidad.
“Y sucedió que mi alma se llenó de gozo tanto como mi cuerpo recobró la fuerza.” (Alma 27:17 parafraseado). Así me sentí. Aunque el cuerpo estaba adolorido y débil, el alma estaba plena. No por la cirugía en sí, sino por la fidelidad de un amor que me ha acompañado en todo, incluso en los días en que apenas podía ponerme de pie.
Recordé entonces una escritura del Antiguo Testamento: “He aquí, yo he creado al herrero que sopla las brasas en el fuego… y yo he creado al destruidor para destruir” (Isaías 54:16). En otras palabras, el Señor también crea al artesano, al que domina el fuego, al que forja lo nuevo. Hoy, esos herreros modernos son los ingenieros biomédicos que diseñan prótesis, los cirujanos ortopédicos que cortan y ajustan con precisión milimétrica, los anestesiólogos que detienen el dolor con fórmulas exactas, los enfermeros que cuidan con vocación silenciosa.
No es idolatría reconocer el valor de la ciencia. Es gratitud bien dirigida. Porque la ciencia que se usa para aliviar el sufrimiento humano está, sin duda, dentro del plan del Señor. No vivimos en la época de Moisés. Vivimos en la era de la microcirugía, la inteligencia artificial, los implantes personalizados y la medicina regenerativa. Pero el Dios que guió a Moisés sigue siendo el mismo que inspira a un cirujano en Seattle.
El manejo del dolor fue tan efectivo que apenas podía creerlo. Medicamentos precisos, monitoreo constante, indicaciones claras. Me sentí acompañado en cada momento. Y no solo por los profesionales de la salud, sino por esa sensación de que, detrás de toda la ciencia, había un diseño divino que le daba sentido a todo.
Incluso el hospital mismo parecía un templo de conocimiento, con sus salas ordenadas, sus protocolos impecables, sus luces frías que iluminaban más que heridas: iluminaban esperanzas. Cada máquina, cada técnica empleada era fruto de años de estudio. Pero también de fe. Fe en que el dolor no es el final. Fe en que el cuerpo puede ser restaurado. Fe en que el futuro puede ser mejor que el pasado.
Muchos han dicho que la tecnología nos aleja de Dios. Pero mi experiencia me ha demostrado lo contrario. En mi caso, la tecnología me acercó más a Él. Porque entendí que vivir sin dolor es una bendición. Que poder caminar, doblar la rodilla, y hasta soñar con arrodillarme otra vez, es un milagro moderno nacido del mismo Dios eterno.
Ahora, mientras comienzo este proceso de sanación, sé que cada avance será un recordatorio del amor de Dios manifestado en la ciencia, en los profesionales, en los tratamientos, y especialmente, en esa mujer que me esperaba después de la cirugía con un amor que no se compra ni se fabrica, sino que se edifica en la fe compartida y los años vividos.
Vivir en esta época es una bendición. Tener acceso a estos recursos es un privilegio. Y ser testigo de todo esto es una responsabilidad: la de no callar el milagro, aunque haya sido tejido con manos humanas, porque esas manos —estoy seguro— fueron guiadas desde lo alto.

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