En las palabras del Salvador registradas en Mateo capítulo siete, versículos trece y catorce, se levanta una advertencia solemne y al mismo tiempo una invitación misericordiosa: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan.” Estas no son simples expresiones poéticas, sino verdades eternas que describen la realidad de nuestra existencia mortal. El mensaje del Maestro es claro: no todos los caminos conducen a la vida eterna, y no todo acceso abre hacia la gloria. Hay un solo camino definido, angosto, estrecho, exigente, pero glorioso, que lleva al Padre, y hay una multitud de senderos cómodos y fáciles que, aunque al principio parecen placenteros, desembocan en la ruina espiritual.
La puerta estrecha es Cristo mismo. Él dijo en otra ocasión: “Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo” (Juan 10:9). El simbolismo es perfecto: no existen varias entradas, no hay rutas alternativas, no hay accesos múltiples para la salvación. Solo hay un Redentor, solo un Mediador, solo un camino seguro que conduce al Padre. Esa puerta estrecha se abre únicamente a quienes ejercen fe en Jesucristo, se arrepienten de sus pecados, se someten al bautismo, reciben el Espíritu Santo y permanecen fieles hasta el fin. La estrechez de la puerta no indica dureza de Dios, sino claridad divina. No se trata de una exclusión caprichosa, sino de una definición amorosa: Dios nos muestra con precisión el sendero que nos conducirá a Él, para que nadie se confunda en el laberinto de la mortalidad.
Una vez que se cruza esa puerta, se inicia el camino angosto. Ese camino representa el discipulado. Significa tomar la cruz cada día, amar incluso a los enemigos, servir a los necesitados, perdonar setenta veces siete, orar sin cesar, vivir con pureza, guardar los mandamientos y mantener un corazón recto en todo tiempo. La senda angosta no es un paseo cómodo ni un valle de placer; es una subida constante, un ascenso que requiere sacrificio, disciplina y paciencia. Pero al mismo tiempo es el único camino que da paz verdadera. Es angosto no porque restrinja, sino porque define. Como las vías de un ferrocarril, marca una dirección fija hacia un destino seguro.
En contraste, el camino ancho y espacioso ofrece comodidad, popularidad y la ilusión de libertad. En él, cada cual establece su propia ley, decide su propia moral y se entrega a sus propios deseos. Es un sendero concurrido, lleno de voces, de entretenimiento, de filosofías que halagan al oído y acarician el orgullo humano. Pero ese camino carece del Espíritu, carece de propósito eterno, y por más adornos que tenga, conduce a la perdición. Así lo explicó Nefi: “Así que, hay dos caminos solamente; el uno es de la vida y el otro de la muerte” (2 Nefi 2:27). No hay término medio, no hay atajos ni veredas que finalmente lleguen a la misma meta. La elección es clara: vida o muerte, luz o tinieblas, gloria o ruina.
El Libro de Mormón ilumina aún más esta enseñanza. Nefi escribió que el camino angosto y estrecho comienza con la fe en Cristo, el arrepentimiento, el bautismo y la recepción del Espíritu Santo, y que después de ello debemos perseverar hasta el fin. Y concluye: “He aquí, este es el camino; y no hay ningún otro camino ni nombre dado debajo del cielo por el cual el hombre pueda ser salvo en el reino de Dios” (2 Nefi 31:21). Aquí vemos que el Salvador no nos dejó a la deriva para inventar nuestra propia ruta. Él estableció con claridad cuál es el sendero. La dificultad no está en no saber cuál es, sino en estar dispuestos a seguirlo.
La palabra “perseverar” es clave. Muchos entran por la puerta mediante el bautismo, pero pocos se mantienen firmes en el camino hasta el final. El sendero angosto no se recorre en un día ni se abandona sin consecuencias. Es un viaje de toda la vida, un discipulado continuo, una lucha diaria por mantener la fe viva. El Salvador nunca prometió facilidad, sino victoria. Nunca dijo que el camino sería ancho, sino que sería seguro. Por eso, quienes lo recorren encuentran oposición, pruebas, burlas, tentaciones y momentos de soledad. Pero también encuentran paz, gozo en el Espíritu, consuelo divino y la esperanza de la gloria eterna.
El apóstol Pablo lo expresó al decir que “todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). El mundo nunca aplaudirá al que camina en el sendero angosto. Los aplausos se reservan para la multitud que celebra el camino ancho. Pero el discípulo verdadero camina sin necesidad de aplausos, porque su mirada está puesta en la meta eterna. Y esa meta lo fortalece para soportar toda oposición.
Doctrina y Convenios enseña que Dios mandó a todos a arrepentirse y a escuchar Su voz, porque lo que agrada al mundo no agrada a Dios (DyC 1:16). El camino ancho es, en gran medida, la suma de todo lo que el mundo considera atractivo, y que al mismo tiempo aleja de la santidad. El camino angosto, en contraste, es todo aquello que a veces cuesta al ego humano, pero que fortalece el alma y prepara para la eternidad.
El Salvador habló de “pocos” que hallan el camino, y esa expresión es significativa. No porque Dios limite la salvación a unos cuantos, sino porque pocos están dispuestos a pagar el precio del discipulado. Muchos desean la recompensa eterna, pero no el sacrificio presente. Muchos quieren la corona, pero no la cruz. La senda estrecha requiere entrega total, no medias tintas, no discipulado a conveniencia. Por eso son pocos los que verdaderamente la hallan. Pero esos pocos se convierten en luz para los demás, en ejemplos de fe, en instrumentos de Dios.
El camino angosto es también un símbolo de convenios. Cada convenio que hacemos con Dios nos coloca más firmemente en el sendero. El bautismo nos introduce, la confirmación nos fortalece, y cada promesa renovada al participar de la Santa Cena nos sostiene. Los convenios son como postes de luz a lo largo del camino, recordándonos hacia dónde vamos y qué hemos prometido ser. Y quienes permanecen fieles a sus convenios son los que perseveran hasta el fin y reciben la vida eterna.
El destino final de cada camino es lo que marca la diferencia. El ancho termina en perdición, el angosto en vida eterna. El uno desemboca en tinieblas, el otro en gloria. El uno concluye en vacío, el otro en plenitud. Y así, cada día de nuestra vida nos acercamos un paso más a uno de esos dos destinos. No existe neutralidad. Aun la indecisión es una forma de caminar en el camino ancho.
Ahora bien, pensemos en ejemplos de la vida diaria que ilustran esta enseñanza. Hay jóvenes que al salir de casa se enfrentan a la decisión de seguir lo correcto o unirse a la multitud en prácticas que saben que no son rectas. La presión de grupo es como la multitud en el camino ancho: bulliciosa, convincente, aparentemente divertida. Pero la voz interior que llama a la rectitud es como un sendero silencioso y poco transitado. Escoger ese sendero puede costar popularidad, amigos o risas pasajeras, pero preserva la integridad, la pureza y la paz de conciencia. Ese es un ejemplo cotidiano de entrar por la puerta estrecha.
Históricamente también vemos ejemplos. Pensemos en los primeros cristianos en Roma. La mayoría de la sociedad romana celebraba la idolatría, los juegos sangrientos en los coliseos, la inmoralidad desenfrenada. Todo eso era el camino ancho, amplio, celebrado por las multitudes. Los cristianos, en cambio, escogieron la senda angosta. Muchos pagaron con su vida en las arenas, rechazando adorar al César y afirmando que Cristo era el único Señor. Ellos hallaron la puerta estrecha y caminaron por el camino angosto aunque los llevó a pruebas mortales, porque sabían que la recompensa sería eterna.
Incluso en tiempos más recientes, pensemos en hombres y mujeres que han defendido la verdad contra corriente. Cada reforma espiritual, cada avivamiento de fe, cada acto de valentía moral es un reflejo de alguien que decidió caminar por el sendero angosto mientras el resto prefería la comodidad del ancho. La historia confirma que nunca fueron las mayorías las que transformaron el mundo espiritualmente, sino los pocos que hallaron la senda de la verdad y caminaron en ella sin desviarse.
En nuestro tiempo, seguir el camino angosto puede significar tomar decisiones pequeñas pero firmes: apagar una pantalla cuando el contenido es dañino, rechazar una oportunidad lucrativa que compromete principios, mantener la oración y el estudio de las escrituras en medio de la prisa diaria, enseñar a los hijos con amor y disciplina aun cuando el mundo diga que no importa. Todas esas decisiones son pasos en el camino estrecho. Y aunque parecen pequeñas, en realidad son trascendentales, porque cada paso define la dirección final.
El discipulado en el sendero angosto es, en esencia, un viaje de transformación. No se trata solo de llegar, sino de llegar convertidos en seres nuevos. La estrechez de la puerta y la angostura del camino son el molde divino que forma en nosotros la imagen de Cristo. Cada sacrificio, cada obediencia, cada acto de fe nos moldea más a Su semejanza. Y cuando al final de la jornada lleguemos a la meta, no solo habremos recorrido un camino, sino que habremos llegado a ser lo que Dios soñó desde el principio.
Por eso, estas palabras del Salvador no son para temer, sino para animar. Él nos dice que la puerta es estrecha, pero nos invita a entrar. Nos advierte que el camino es angosto, pero promete caminar con nosotros. Nos recuerda que son pocos los que lo hallan, pero asegura que cualquiera que lo busque con sinceridad podrá encontrarlo. Y así, el sendero que parece duro se convierte en un sendero lleno de esperanza, porque no lo caminamos solos, sino de la mano de Aquel que es la Vida misma.
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