Monday, August 11, 2025

La oración de una niña que cambió generaciones


La casa estaba envuelta en un silencio que no era de descanso, sino de preocupación. La madre llevaba días debilitándose, y aunque nadie lo decía en voz alta, el rumor en la calle era el mismo: “No se va a recuperar… ya no hay nada que hacer”.


Fue en medio de ese ambiente que se escuchó un golpe suave en la puerta. Dos jóvenes con camisas blancas y placas negras se presentaron con sonrisas sinceras. Eran misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y traían un mensaje que, según ellos, podía cambiarlo todo: “Si pedimos a Dios en el nombre de Jesucristo, y lo hacemos con fe, Él escucha y responde” (Mateo 21:22; 3 Nefi 18:20).


En la sala, sentada con los pies colgando de una silla demasiado alta para ella, una niña de apenas seis o siete años escuchaba con atención. No entendía todas las palabras, pero lo que oía sonaba diferente a lo que había escuchado en esos días llenos de murmullos tristes. Uno de los misioneros le explicó que Jesucristo no solo murió y resucitó, sino que en Su expiación llevó sobre Sí cada dolor, cada enfermedad y cada lágrima, para poder sanar tanto el cuerpo como el alma (Alma 7:11-13).


Antes de irse, los misioneros le entregaron un regalo: una impresión de un cuadro que representaba a Jesucristo. Ella lo recibió como si fuera un tesoro. En la imagen, el Salvador la miraba con ternura, y la niña sintió que esos ojos entendían su miedo y su esperanza.


Esa noche, cuando todos dormían y la casa estaba en penumbra, la niña puso la imagen frente a ella, se arrodilló y, con voz temblorosa, dijo:


—Jesús… por favor, sana a mi mamá. Yo sé que Tú puedes.


No fueron palabras largas ni cuidadas; era la oración pura de un corazón que creía sin reservas. Y tal como enseñó el Señor: “Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3).


En los días que siguieron, ocurrió lo que todos creían imposible. La madre comenzó a mejorar. El color volvió a su rostro, las fuerzas regresaron y el dolor se disipó. Los médicos no encontraron explicación lógica, pero la niña no necesitaba una: sabía que Jesucristo había escuchado su oración. “Porque para Dios todas las cosas son posibles” (Marcos 10:27).


El milagro no solo devolvió la salud de la madre, sino que encendió un deseo profundo de seguir al Salvador. Con el tiempo, la madre, la niña y dos familiares más se bautizaron en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Cuatro nuevos discípulos que podían testificar que el evangelio de Jesucristo es real y Su poder sigue actuando hoy.


Pasaron los años, y aquella niña creció junto a sus hermanas con el testimonio arraigado en lo más hondo del corazón. Ninguna olvidó el día en que Cristo respondió a una súplica infantil. Todas, sin excepción, se casaron con hombres que, aunque buenos, llevaban heridas, dudas o carencias espirituales. Y así, el mismo Dios que un día usó la fe de una niña de seis o siete años para levantar a una madre enferma, las usó a ellas para guiar a sus esposos con firmeza, amor y un testimonio vivo. Fueron mujeres de fe, mujeres de poder espiritual, que con su ejemplo llenaron sus hogares de luz.


En esa casa se aprendió que la expiación de Jesucristo no es un concepto lejano, sino un poder vivo, capaz de sanar cuerpos y moldear destinos. Que cuando el mundo dice “no hay esperanza”, Él susurra: “No temas; cree solamente” (Marcos 5:36).


Y todo comenzó con la fe de una niña pequeña, un cuadro de Cristo, y una oración que subió al cielo… y que, con el tiempo, transformó generaciones.



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