sábado, 13 de septiembre de 2025

La verdadera adoración: imitar a Cristo cada día


 



Ser discípulo del Señor no es simplemente aceptar Su nombre, ni tampoco es solo asistir a una reunión o recitar una oración. Ser discípulo del Señor es algo más íntimo, más profundo, más exigente: es entrar en el proceso sagrado de imitarlo. Es mirar Su vida y decidir que cada pensamiento, cada reacción, cada decisión mía debe reflejar lo que Él enseñó y lo que Él vivió. Por eso, cuando pienso en lo que significa ser un verdadero seguidor de Jesucristo, recuerdo la invitación del apóstol Pedro: llegar a ser “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). No es una metáfora poética: es un llamado a que Su carácter se funda con el mío hasta que mi identidad no pueda separarse de la Suya.


Imitar al Salvador requiere intención. Nadie llega a parecerse a Él por accidente. Es una elección diaria, una disciplina constante. Así como un músico repite incansablemente las escalas o un atleta entrena con perseverancia cada músculo, así también el discípulo repite los gestos de Cristo en lo cotidiano: obedecer cuando cuesta, ser humilde cuando la voz del orgullo quiere levantarse, ser paciente cuando la vida se vuelve insoportable. La imitación no es imitación superficial, es un arte espiritual. Alguien puede copiar los gestos externos, pero solo aquel que lo ama de verdad logra que esa imitación transforme su corazón.


Cuando miro la vida de Jesús, veo primero Su obediencia. Desde el principio hasta el fin, Su vida fue un acto de rendición total al Padre. “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42) fue el himno de Su existencia. Y yo me pregunto: ¿cuántas veces oro con esas palabras, pero en el fondo sigo luchando contra la voluntad de Dios? Obedecer como Él obedeció es confiar cuando no entiendo, avanzar cuando la luz aún no se ve, aceptar incluso cuando el alma gime. La obediencia es la prueba más clara de amor. Cristo mismo lo dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).


Luego está Su humildad. No una humildad débil ni derrotada, sino una humildad poderosa, la que se inclina para lavar pies y al mismo tiempo sostiene el universo. Filipenses 2:7 nos recuerda que Él “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo.” ¿Qué significa para mí imitar eso? Significa no buscar grandeza en los ojos del mundo, sino aprender a inclinarme, a servir, a reconocer que todo lo que tengo viene de Dios. La humildad es aceptar mi dependencia de Él, es no competir con Su gloria, sino reflejarla.


Y está también Su paciencia. Jesús nunca se apresuró, nunca actuó con ansiedad. Esperó el tiempo del Padre. Aun en Getsemaní, cuando la angustia lo ahogaba, supo esperar y soportar. ¿Y yo? Mi naturaleza quiere resultados inmediatos, soluciones rápidas, caminos fáciles. Pero si quiero imitar al Salvador, debo aprender la paciencia que soporta el dolor sin perder la fe. Como enseñó Alma a sus perseguidores: “tendréis que estar atados y padecer, sí, toda clase de aflicciones… y soportarlas con paciencia” (Alma 14:11).


La adoración verdadera no se mide por cuán fuerte canto un himno ni por cuán emotiva es mi oración. La adoración se mide por cuánto de Cristo está en mí. El profeta enseñó que nuestra adoración al Señor se expresa mejor al emularlo. Y eso cambia por completo la definición de discípulo. No es solo alguien que admira a Cristo, es alguien que lo encarna. Es alguien que, con cada elección, con cada palabra, con cada silencio, se pregunta: ¿qué haría Él?


Sé que la imitación del Salvador no ocurre de un día para otro. Es un proceso gradual, como la aurora que poco a poco vence a la noche. En ese proceso hay caídas, retrocesos, frustraciones. Pero ahí está también la gracia. Cuando tropiezo en mi intento de obedecer, Su obediencia perfecta me cubre. Cuando lucho contra el orgullo, Su humildad infinita me levanta. Cuando me falta paciencia, Su paciencia eterna me sostiene. Imitarlo no es solo esforzarme en mi propia carne, es permitir que Su Espíritu me transforme.


Ser discípulo significa, entonces, estar dispuesto a morir cada día a mi propio yo, para que Cristo viva en mí. Pablo lo resumió con sencillez y poder: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20). Esa es la meta final: que mi carácter sea un espejo del Suyo, que mis manos se conviertan en Sus manos, que mis pensamientos respiren Su mente, que mis acciones den testimonio de Su amor.


Y pienso en algo más: imitar a Cristo no solo me bendice a mí, sino que bendice a los que me rodean. El mundo necesita discípulos auténticos, no copias descoloridas. Necesita hombres y mujeres cuya humildad traiga paz, cuya paciencia dé esperanza, cuya obediencia abra puertas de luz. Cuando el mundo nos vea, debería ver un reflejo de Él. De nada sirve llamarnos discípulos si nuestras vidas no transmiten Su esencia.


El camino del discipulado exige valentía. A veces ser obediente significará ir contra la corriente. A veces ser humilde parecerá una desventaja. A veces ser paciente parecerá insensato. Pero en ese contraste es donde la luz brilla. Jesús dijo: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:14). La luz no imita la oscuridad, la vence. La imitación de Cristo es la única forma de vencer el mundo sin ser del mundo.


Al final, el discipulado es una adoración en movimiento. No se trata solo de levantar la voz en alabanza, sino de levantar la vida en obediencia. No se trata solo de confesar Su nombre, sino de vivir Su carácter. Ser discípulo no es un título que reclamo, es una identidad que construyo con cada decisión.


Por eso, cuando pienso en mi vida y en las áreas donde aún me falta tanto por mejorar, no me desespero, sino que me aferro a la promesa: “Aquel que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6). Él me invita a imitarlo, pero también me da la fuerza para hacerlo. No me deja solo en el proceso, camina conmigo.


Y así, paso a paso, día tras día, oración tras oración, obediencia tras obediencia, se cumple lo que Pedro prometió: llegamos a ser partícipes de Su naturaleza divina. Y en ese proceso, el discípulo imperfecto comienza a parecerse al Maestro perfecto.






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