sábado, 13 de septiembre de 2025

El amor más fuerte que la violencia

 




La violencia siempre ha dejado un vacío profundo en el corazón humano. Cuando ocurre un acto de odio o una tragedia inesperada, la tierra parece detenerse por un instante. El aire se vuelve pesado, los ojos se llenan de lágrimas y el alma se pregunta: ¿por qué existe tanto dolor en un mundo donde también palpita la esperanza? En esos momentos, la única respuesta que trasciende es el amor de Dios, un amor que llama a sanar lo que la violencia hiere, a encender luz donde la oscuridad amenaza.


Desde tiempos antiguos, el Señor ha enseñado que la vida es sagrada. El salmista lo expresó con ternura: “Porque tú formaste mis entrañas; me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras” (Salmo 139:13–14). Cada vida, entonces, no es casualidad ni accidente, sino un milagro. Por eso, cuando una vida es arrancada por el odio, no es solo una persona la que se pierde: es una obra divina la que se ha profanado, un propósito celestial que ha sido interrumpido.


En este mundo marcado por divisiones, ideologías enfrentadas y rencores heredados, se nos invita a algo superior: la reconciliación. El apóstol Pablo lo declaró con fuerza: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Romanos 12:18). Esa exhortación no se limita a simples palabras; es un llamado a construir puentes donde antes hubo muros. La paz no se logra por accidente; se siembra, se cultiva, y a veces se defiende con la paciencia del amor verdadero.


Sin embargo, no podemos negar que la violencia parece multiplicarse. Noticias de guerras, asesinatos y conflictos sociales llenan los días de incertidumbre. Jesús, consciente de la realidad del mundo, enseñó con claridad: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). No se trata solo de evitar la violencia física, sino de apagar el fuego del odio en los corazones, de responder al mal con bien, aunque la naturaleza humana quiera hacer lo contrario.


El odio, como una semilla venenosa, corroe todo lo que toca. Puede empezar con palabras hirientes, con juicios precipitados, con intolerancia disfrazada de verdad. Y si no se arranca de raíz, termina convirtiéndose en violencia que destruye hogares, familias y comunidades. Por eso, el mensaje de Jesús es tan urgente: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Juan 13:34). El amor no es un sentimiento superficial, es una decisión sagrada. Es elegir ver en el otro a un hijo de Dios, incluso cuando sus actos nos duelan o sus pensamientos contradigan los nuestros.


Cuando la violencia golpea, la reacción natural es la indignación, incluso el deseo de venganza. Pero el Maestro enseñó otro camino: “Yo os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44). ¿Cómo se logra algo tan difícil? No por voluntad humana, sino por el poder transformador de Cristo en nuestro interior. Solo cuando dejamos que Él reine en nuestro corazón, la amargura se convierte en compasión, y el odio en oportunidad de redención.


En medio de las tragedias, es natural llorar. Jesús mismo lloró ante la tumba de su amigo Lázaro (Juan 11:35). No es debilidad sentir dolor ni tristeza; es parte de nuestra humanidad. Pero lo que Dios nos pide es que ese dolor no nos consuma, sino que nos impulse a consolar a otros. Pablo lo expresó así: “Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran” (Romanos 12:15). Al compartir el dolor de otros, nuestras lágrimas se convierten en un lenguaje de solidaridad, y en esa unión se gesta una fuerza capaz de sanar heridas colectivas.


Hoy más que nunca, el mundo necesita comunidades cimentadas en dignidad, compasión y respeto. Vivimos rodeados de diferencias: de idioma, de cultura, de pensamiento. Pero ninguna diferencia es excusa para el desprecio o la violencia. El profeta Miqueas lo dijo con sencillez, como si hablara directamente a nuestro tiempo: “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno; y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia, y humillarte andando con tu Dios” (Miqueas 6:8). Esa tríada —justicia, misericordia y humildad— es la verdadera base de la convivencia.


Construir un mundo mejor no empieza con grandes discursos, sino con pequeños actos de bondad. Cada palabra amable, cada gesto de ayuda, cada esfuerzo por entender al que piensa diferente, son ladrillos en la construcción de una sociedad más justa. Y aunque parezca insignificante, todo acto de amor se multiplica. Jesús comparó el reino de Dios con una semilla de mostaza: algo pequeño, casi invisible, pero con el potencial de convertirse en un árbol que da sombra y refugio (Mateo 13:31–32). Así también, la semilla de la bondad que sembremos hoy puede dar fruto abundante en generaciones futuras.


El dolor de la violencia nunca se borra del todo, pero puede ser transformado en un recordatorio de lo que no debemos repetir. En la cruz, el Hijo de Dios soportó la violencia más injusta y cruel, y aun así, sus labios pronunciaron: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Esa frase es el culmen de la dignidad humana y la máxima revelación del amor divino. Si Él pudo perdonar desde la cruz, nosotros también podemos aprender a sanar y a perdonar desde nuestras propias heridas.


El futuro que anhelamos no será entregado en bandeja; debe ser trabajado con fe, oración y acción diaria. Como escribió Isaías: “El efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre” (Isaías 32:17). La justicia verdadera no busca revancha, sino restauración. No se fundamenta en imponer fuerza, sino en cultivar el bien común.


Por eso, cada persona tiene un papel en este llamado. No se trata solo de líderes, gobiernos o instituciones; se trata de cada corazón humano. En el silencio de nuestras decisiones diarias —cómo hablamos, cómo reaccionamos, cómo tratamos al vecino, al desconocido, incluso al adversario— ahí se decide si somos parte del problema o de la solución.


La violencia quiere dejarnos atrapados en un círculo interminable de dolor. El amor, en cambio, abre caminos nuevos. Como escribió el apóstol Juan: “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (1 Juan 4:8). Si en verdad buscamos un mundo más seguro, más justo y más humano, debemos empezar por reconocer que la raíz de toda transformación verdadera es el amor de Dios en acción.


Así, mientras lloramos las pérdidas que la violencia provoca, también levantamos los ojos al cielo con esperanza. La oscuridad nunca será eterna, porque hay una luz que brilla más fuerte que cualquier odio. Esa luz es Cristo, y Él nos invita a caminar en ella. Con dignidad, compasión y respeto, podemos transformar la herida en testimonio, y la tragedia en oportunidad de mostrar que el amor siempre será más fuerte que la muerte.







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