Cuando pienso en la vida y en todo lo que me ha tocado atravesar, me doy cuenta de que hay verdades tan sencillas que a veces pasamos por alto, pero que encierran el secreto de la eternidad. Una de ellas la llevo grabada en mi corazón: “Un ave no puede volar sin alas, un pez no puede nadar sin agua, y un alma no puede llegar al cielo sin Jesús.”
Cada vez que repito estas palabras, me detengo a reflexionar. ¿Qué sería de un ave sin sus alas? Su naturaleza perdería sentido, su libertad sería robada, y lo único que le quedaría sería caminar por la tierra sin experimentar aquello para lo cual fue creada. ¿Qué sería de un pez sin agua? Aunque tenga vida, pronto la perdería, porque se vería arrancado de lo que le da sustento. Y lo mismo sucede con el alma humana: puede intentar vivir de mil maneras, puede llenarse de logros, de riquezas o de placeres, pero sin Jesús está incompleta, seca, perdida, incapaz de llegar al propósito eterno de Dios.
He comprendido que la fe es lo que le da vida y dirección al alma. El salmista lo expresó con claridad: “Pon tu esperanza en el Señor; cobra ánimo y ármate de valor, ¡pon tu esperanza en el Señor!” (Salmo 27:14). Cuando leo estas palabras, no puedo evitar recordar aquellos momentos en los que me sentí sin fuerzas. Hubo días en los que la ansiedad me robaba la paz, noches en las que el cansancio me hacía pensar en rendirme, y circunstancias que parecían más grandes que yo. Sin embargo, allí donde mis fuerzas terminaban, la voz del Señor me recordaba que la esperanza debía estar puesta en Él.
Aprendí que la fe no es un lujo ni una opción, sino la base misma de mi caminar. Pablo lo escribió en una frase breve pero poderosa: “En efecto, vivimos por fe, no por vista” (2 Corintios 5:7). Cuántas veces he deseado ver el camino completo, tener certezas inmediatas, planearlo todo según mi lógica. Pero la vida me enseñó que ese no es el camino del cristiano. La fe es avanzar aun cuando no veo la siguiente estación, confiar cuando el panorama parece oscuro, y descansar sabiendo que aunque no tenga las respuestas, Jesús sí las tiene.
Un recuerdo muy vívido me llega ahora. Fue una de esas noches en las que el peso del día parecía más grande de lo normal. Me arrodillé en soledad, y mientras oraba, sentía que mis palabras apenas alcanzaban el techo de la habitación. El silencio me envolvía, y la tentación de pensar que estaba solo era fuerte. Pero entonces me vino a la mente lo que Jesús prometió: “Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Comprendí que incluso en mi oración solitaria, yo no estaba realmente solo. Cristo estaba allí, acompañándome, escuchándome, sosteniéndome. Esa certeza transformó mi llanto en paz, y mi debilidad en fortaleza.
Cuando lo pienso, me doy cuenta de que vivir por fe es como extender las alas en medio de un viento invisible. No lo ves, pero lo sientes sostenerte. Es como lanzarse al agua y confiar en que ese mar de misericordia no te hundirá, sino que te hará flotar. Es como mirar hacia el cielo con la certeza de que hay un camino trazado, y que ese camino no se sostiene por mis méritos, sino por la gracia del Salvador.
Sí, un ave no puede volar sin alas. Un pez no puede nadar sin agua. Y un alma no puede llegar al cielo sin Jesús. Estas imágenes tan simples se han vuelto mi verdad cotidiana. Porque cuando quise volar con mis propias fuerzas, caí. Cuando intenté nadar en aguas de orgullo, me hundí. Pero cuando me rendí a Cristo, descubrí que mi vida tenía propósito, que mi fe tenía raíz, y que mi alma había encontrado dirección.
Hoy entiendo que Jesús no solo es el camino al cielo, sino también el sustento de cada día en la tierra. Él es quien me da valor cuando el miedo me paraliza, quien me da esperanza cuando las circunstancias parecen cerrarse, y quien me da compañía aun en los momentos de soledad. Lo que dijo el salmista, lo que escribió Pablo, lo que prometió el Maestro, todo se une en una sola verdad: la vida en Cristo no es teoría, es una realidad que transforma.
He visto cómo, al poner mi confianza en Él, las situaciones que parecían imposibles se convierten en testimonios. He sentido cómo la fe en Él abre puertas donde no había salida. Y lo más importante: he experimentado cómo su presencia llena el vacío que nada ni nadie podía llenar.
Por eso puedo decir sin temor a equivocarme que mi alma nunca podría alcanzar el cielo sin Jesús. Él es el ala que me levanta, el agua que me sostiene, la fe que me impulsa. Él es la razón por la que sigo de pie, la voz que calma mi tormenta, el amigo que nunca me abandona.
Cuando cierro los ojos y pienso en el futuro, no me asusta lo que vendrá, porque sé que no camino por vista. Vivo por fe, y esa fe está puesta en el Hijo de Dios. Y mientras mis pasos se dirijan hacia Él, sé que un día volaré más alto que cualquier ave, nadaré en un mar de eternidad más grande que cualquier océano, y entraré en la presencia de mi Señor, donde el alma finalmente descansa.
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