domingo, 7 de septiembre de 2025

Jesucristo y la Promesa de que Se Nos Va a Dar

 


Se me va a dar.

Se te va a dar.

Se nos va a dar.


Estas frases, tan sencillas y breves, encierran una promesa divina. La vida en pareja no es solamente la unión de dos seres humanos que se aman, sino el entrelazado de dos destinos que aprenden a caminar bajo la luz de un mismo cielo. Dios, que es perfecto en su sabiduría, nunca ha querido que el hombre o la mujer estén solos. Desde el principio estableció que “no es bueno que el hombre esté solo” (Génesis 2:18). En esa unión sagrada se cumple el diseño eterno de amor y compañía.


Cuando decimos “se me va a dar”, reconocemos la esperanza personal. Cada uno de nosotros carga sueños, metas, pruebas, anhelos. Pero la vida compartida exige dar un paso más: “se te va a dar”. Eso implica que mi fe no solo está puesta en mis propios deseos, sino en los tuyos. Y cuando ambos corazones se alinean, la promesa se eleva aún más: “se nos va a dar”. Ya no se trata de lo mío ni de lo tuyo, sino de lo nuestro. Así trabaja Dios: Él une, fortalece, multiplica y consagra lo que los dos entregan con sinceridad.


Las Escrituras son claras al mostrar que el matrimonio y la relación de pareja no son un invento humano, sino un convenio divino. El Señor enseñó que “por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis 2:24). Este misterio de ser “una sola carne” significa que las bendiciones dejan de ser individuales para transformarse en comunes. Lo que antes era un camino en soledad se convierte en un trayecto acompañado, donde los triunfos son compartidos y las cargas también.


Un ejemplo profundo se encuentra en las palabras de Eclesiastés: “Mejores son dos que uno; porque tienen mejor paga de su trabajo. Porque si cayeren, el uno levantará a su compañero” (Eclesiastés 4:9–10). Aquí está la clave del “se nos va a dar”: cuando uno cae, el otro levanta; cuando uno sueña, el otro impulsa; cuando uno ora, el otro dice “amén” con fe. Es en esa unión donde se multiplican las fuerzas y los cielos se abren para bendecir.


El Libro de Mormón también refleja esta verdad. Alma y Amulek, aunque no eran esposos, muestran cómo Dios obra cuando dos almas se unen con un mismo propósito. Juntos soportaron cárceles, burlas y persecución, pero también juntos vieron milagros (Alma 14). Así sucede con la pareja que camina de la mano: se enfrentan a pruebas que solos serían insoportables, pero unidos ven la mano de Dios actuando a favor de ambos.


Cuando un matrimonio o una pareja de fe dice con convicción “se nos va a dar”, no lo dice con la ligereza de un optimismo vacío. Lo dice con el peso de las promesas de Cristo, quien aseguró: “Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos” (Mateo 18:19). Esta escritura es como un sello para el amor: si ambos oran, si ambos buscan, si ambos perseveran, el cielo mismo responde.


Pero no hay que confundir: “se nos va a dar” no significa que todo será fácil o inmediato. Muchas veces Dios prueba la paciencia, la humildad y la capacidad de confiar. Las parejas pasan por vientos recios, enfermedades, escasez o diferencias de carácter. Sin embargo, allí es donde el “nosotros” se pone a prueba. El apóstol Pablo enseñó que el amor “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:7). Es precisamente en el fuego de las pruebas donde el amor verdadero se fortalece. Y al final, ese mismo amor da testimonio de que sí, efectivamente, se nos dio.


Los profetas antiguos sabían que el amor conyugal debía tener un propósito eterno. Malaquías habló del corazón de los padres volviendo a los hijos y de los hijos a los padres (Malaquías 4:6). Esa cadena de amor familiar no empieza con los hijos, sino con la pareja. Un matrimonio fuerte y unido abre la puerta para que los hijos nazcan en un hogar donde la fe y el amor son el pan de cada día. Cuando la pareja se une de rodillas ante Dios, los hijos aprenden a mirar al cielo como fuente de fortaleza.


El “se nos va a dar” también se aplica al servicio. Una pareja de fe no solo piensa en sí misma, sino que multiplica su amor hacia afuera. Mosíah enseñó que “cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, solo estáis al servicio de vuestro Dios” (Mosíah 2:17). ¿Y qué mayor servicio que hacerlo juntos? Visitar a alguien en necesidad, consolar a un amigo, extender la mano al pobre: todas esas obras adquieren un brillo especial cuando se hacen en pareja. La bendición no solo se da, sino que se comparte en unidad.


Al final, lo que se nos va a dar no es solamente prosperidad material o éxito humano. Lo que verdaderamente se nos da es la paz de Cristo, la certeza de que caminamos de su mano y que nuestra unión tiene valor eterno. El Señor lo prometió: “Mi paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27). Esa paz se derrama en el hogar, en la mesa, en la intimidad, en la oración compartida, en la mirada cómplice que sabe que Dios es el centro.


Por eso, cuando dos personas deciden unirse con fe, la frase deja de ser una ilusión y se convierte en un testimonio: “Se me va a dar. Se te va a dar. Se nos va a dar.” Porque cuando hay amor verdadero, cuando hay fe sincera y cuando hay Dios en medio de la relación, lo imposible se hace posible y lo invisible se hace real.


Así es como una pareja encuentra sentido en su camino. No porque todo salga según los planes humanos, sino porque Dios, que ve más allá de nuestras fuerzas, concede aquello que edifica, santifica y perdura. Al final de la jornada, podremos mirar atrás y confirmar que todo lo que se nos dio, fue exactamente lo que necesitábamos para crecer juntos, amar más y llegar más cerca del cielo.



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