Han pasado siglos, y todavía la sangre de los justos clama desde el polvo como testimonio de que Jesucristo es real. Desde los días de los apóstoles hasta nuestros tiempos, el precio de seguir al Maestro ha sido alto, porque el mundo no soporta la luz que denuncia las tinieblas. El martirio no es un recuerdo lejano, sino una herencia viva, una línea de fuego que une a hombres y mujeres que prefirieron perder la vida antes que perder a Cristo.
El primero en abrir este camino fue Esteban, aquel discípulo lleno del Espíritu Santo que vio los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios. Sus palabras provocaron ira en los líderes de Jerusalén, y con piedras apagaron su voz, pero no su testimonio. Aún hoy su clamor resuena: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”. Esteban nos recuerda que el verdadero seguidor de Cristo ama hasta a quienes lo persiguen.
Poco después, Santiago, hijo de Zebedeo, apóstol del Señor, fue arrestado y muerto a espada por Herodes Agripa. Santiago había visto a Jesús calmar las tormentas y resucitar a los muertos, y ahora ofrecía su vida como prueba de que todo lo que había testificado era verdadero. Su muerte fue la primera entre los Doce, y demostró que ser discípulo no era un camino de honores terrenales, sino de sacrificio eterno.
Pasaron los años, y en el siglo II, cuando el Imperio Romano seguía considerando al cristianismo como amenaza, se levantó el testimonio de Policarpo de Esmirna, obispo y discípulo del apóstol Juan. Los soldados lo presionaron a maldecir a Cristo para salvar su vida, pero él respondió con palabras inmortales: “Ochenta y seis años le he servido, y nunca me ha hecho mal. ¿Cómo blasfemar contra mi Rey que me salvó?”. Fue quemado vivo, pero en medio de las llamas su fe brilló más fuerte que el fuego.
No fueron solo los líderes quienes derramaron su sangre, también lo hicieron jóvenes y madres. Perpetua y Felicidad, en África del Norte, fueron condenadas a morir en la arena del circo romano. Perpetua era una joven madre; Felicidad, su amiga y sierva, estaba embarazada. Ambas fueron devoradas por las fieras, pero su valentía se convirtió en semilla que inspiró a generaciones enteras de creyentes. La fe no era patrimonio de los poderosos, sino fuerza divina que habitaba también en corazones humildes.
En esa misma línea está Ignacio de Antioquía, quien fue llevado a Roma bajo cadenas. Mientras avanzaba hacia su muerte, escribió cartas a las iglesias, pidiendo que nadie interfiriera con su martirio. En ellas declaró que deseaba ser como trigo molido por los dientes de las fieras para convertirse en pan puro para Cristo. En el Coliseo, su vida terminó, pero su voz permanece, enseñándonos que el martirio no es derrota, sino victoria en el Cordero.
Los siglos pasaron, pero la historia del martirio no se detuvo. En el siglo XIX, en tierras de Illinois, dos hermanos sellaron con sangre el testimonio de lo que habían visto y enseñado. José Smith y Hyrum Smith fueron encarcelados en Carthage, rodeados de odio y calumnias. Una turba armada irrumpió, disparando sin misericordia. Hyrum cayó primero, atravesado por una bala. José, tras defenderse brevemente, corrió hacia la ventana, pero allí recibió varios disparos. Sus últimas palabras fueron una oración: “¡Oh Señor, Dios mío!”. Cayó al suelo, y su cuerpo fue acribillado. Tenía apenas 38 años. Su vida, marcada por visiones, revelaciones y persecuciones, terminó como la de los profetas de antaño: sellando con sangre la veracidad de su misión.
Y ahora, en nuestra época moderna, no podemos olvidar que el espíritu de persecución aún respira en el mundo. No siempre toma la forma de leones o hogueras, pero se manifiesta en amenazas, atentados y odio contra quienes se atreven a proclamar a Cristo en voz alta. En este contexto surge la figura de Charlie Kirk, un hombre joven que se convirtió en blanco de ataques por su fe y por atreverse a hablar de Jesucristo en una sociedad que se resiste a escucharlo. Su valentía lo colocó en el punto de mira de enemigos que no toleran la verdad. Su nombre se suma, en tiempos recientes, a la lista de quienes han sufrido violencia por el simple hecho de no avergonzarse del Evangelio.
Si bien los métodos cambian, el patrón permanece. El mundo siempre ha odiado a los que proclaman a Jesús como el único camino. Desde Jerusalén hasta Roma, desde Nauvoo hasta nuestras calles modernas, el precio de confesar a Cristo sigue siendo alto. Pero estos mártires, antiguos y contemporáneos, nos recuerdan que el alma que entrega todo por Él nunca pierde.
La sangre de Esteban clama, las palabras de Policarpo iluminan, las cartas de Ignacio inspiran, el sacrificio de José Smith testifica, y la valentía de un hombre moderno como Charlie Kirk nos recuerda que todavía hoy ser discípulo es un llamado a la entrega total. La historia del cristianismo no se puede contar sin la sangre de sus testigos, porque ellos son la prueba viviente de que Cristo vive, de que vale más morir con Él que vivir sin Él.
Y así, cada generación recibe la misma invitación: cargar la cruz, defender la verdad, amar al enemigo y estar dispuestos, si es necesario, a dar la vida por Aquel que dio la suya por nosotros.
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