Esperar nunca ha sido fácil. El corazón humano tiende a correr, a adelantarse, a querer respuestas rápidas. Vivimos en un mundo de lo inmediato, y la paciencia parece un lujo olvidado. Sin embargo, en la Palabra de Dios descubrimos que el esperar no es pérdida de tiempo, ni un castigo, sino un acto profundo de fe. Es reconocer que los tiempos no nos pertenecen, que las promesas no dependen de nuestro reloj, sino del plan perfecto de un Padre que ve más allá de lo que nosotros alcanzamos a ver.
Me conmueve siempre pensar en la declaración del Eclesiastés: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.” Eso significa que incluso mi desespero, mis anhelos y mis lágrimas se mueven dentro de un calendario divino. Y en esa espera, Dios no se queda callado por descuido, sino que trabaja en lo invisible, preparando caminos que yo ni siquiera imagino. El esperar me enseña humildad, porque me recuerda que no soy dueño de nada, ni siquiera de mis días.
Abraham supo lo que era esperar. Años de promesa sin cumplimiento, hasta que finalmente, cuando parecía imposible, nació Isaac. Fue como si Dios hubiera querido demostrar que las promesas se cumplen no en el momento en que la carne lo espera, sino cuando sólo la fe puede sostenerlas. Pedro lo resumió con esas palabras que tantas veces repito para mí mismo: “Un día es para el Señor como mil años, y mil años como un día.” No hay apuro en el cielo, y lo que para mí parece demora, para Dios es perfección.
Esperar, en realidad, es un ejercicio espiritual. Isaías lo expresó de manera poética: “Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán y no se cansarán.” No es pasividad; es renovación. El alma se va templando como hierro en el fuego. Pablo escribió que la tribulación produce paciencia, y la paciencia experiencia, y la experiencia esperanza. Ahí está el misterio: en el crisol del tiempo, mientras yo pienso que nada sucede, Dios está fabricando carácter dentro de mí.
Los grandes hombres y mujeres de la Biblia fueron forjados en la espera. José no se convirtió en gobernador de Egipto de la noche a la mañana. Antes tuvo que soportar la traición de sus hermanos, la injusticia de la cárcel y el olvido de quienes le debían gratitud. Cada día de espera lo estaba preparando para un momento en el que su perdón salvaría a una nación. David fue ungido rey siendo un muchacho, pero pasaron años huyendo de Saúl, aprendiendo a confiar, a no tomar la corona antes de tiempo. Hannah derramó su alma una y otra vez hasta que Dios le concedió a Samuel, y los discípulos tuvieron que permanecer en Jerusalén hasta que descendiera el Espíritu. En cada caso, el esperar fue el escenario donde Dios reveló su fidelidad.
La paciencia, dice Pablo en su carta a los Gálatas, es fruto del Espíritu. No se trata de apretar los dientes y resistir, sino de permitir que Dios forme en nosotros un corazón que confía sin exigir. Como la fruta que madura lentamente, la paciencia necesita tiempo. Lo curioso es que, en ese proceso, lo que cambia no es tanto la situación como mi interior. Dejo de mirar la demora como un enemigo y empiezo a verla como un taller donde el Espíritu me transforma.
Claro que no es fácil. La impaciencia muchas veces nace del miedo. Miedo de ser olvidados, de no recibir lo que necesitamos, de que Dios se haya quedado callado para siempre. El pueblo de Israel lo mostró en el desierto. Apenas tardó Moisés en regresar del monte, ellos fabricaron un becerro de oro. No pudieron esperar, y su impaciencia los llevó a la idolatría. Esa historia me recuerda que esperar exige valentía, porque significa renunciar al control. Por eso el salmista exhorta: “Espera en Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón.” No es pasividad, es coraje.
Mientras espero, hay maneras de no desperdiciar el tiempo. La primera es orar con perseverancia, como lo hizo Hannah. Orar no para convencer a Dios, sino para mantener mi alma conectada a su voluntad. Otra es vivir el día de hoy con fidelidad, recordando lo que dijo Jesús: “No os afanéis por el día de mañana.” El hoy es suficiente campo de obediencia. También puedo servir en el presente, como José en la cárcel, que se mantuvo útil y diligente. La gratitud es otra herramienta, porque el corazón agradecido no se consume por lo que falta, sino que se alegra por lo que ya tiene. Y cuando la ansiedad crece, vuelvo a las promesas: “Aunque tardare, espéralo, porque sin duda vendrá, no tardará” (Habacuc 2:3).
El mismo Evangelio me enseña que toda la historia de la humanidad ha sido un largo esperar por Cristo. Generaciones pasaron oyendo profecías, pero el Mesías llegó sólo cuando el tiempo estuvo maduro: “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo.” Así es siempre. Y todavía hoy seguimos esperando. Vivimos en el anhelo de su regreso, y esa esperanza nos hace fuertes. Santiago lo dice de manera clara: “Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca.”
A veces el esperar duele. Sobre todo cuando se trata de enfermedades, reconciliaciones que parecen imposibles, oraciones que parecen no recibir respuesta. Es natural preguntarse con el salmista: “¿Hasta cuándo, Señor?” Pero incluso ese clamor sincero es parte de la fe. No es rebeldía, es vulnerabilidad delante del Padre. Y aunque la respuesta no llegue en mis tiempos, la promesa sigue siendo cierta: “A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien.” Incluso las demoras, incluso los silencios, se entrelazan en un propósito mayor.
He aprendido que la paciencia no es simplemente soportar, sino aprender a ver la mano de Dios en el transcurrir de los días. Es permitir que el tiempo, en lugar de endurecerme, me ablande. Es confiar en que, como dice Santiago, la paciencia produce madurez, y me va completando hasta que no falte nada. Al final, la espera se convierte en un acto de adoración. Cada segundo de paciencia es un cántico silencioso que declara: “Señor, confío en Ti más que en mí.”
La Biblia termina con una oración que sigue siendo el clamor de la Iglesia: “Sí, ven, Señor Jesús.” Dos mil años de espera no han apagado esa esperanza; al contrario, la han alimentado. Así también es en nuestra vida: cada oración aparentemente sin respuesta, cada sueño retrasado, cada lágrima derramada en silencio es una oportunidad de confiar en que Dios sabe cuándo, cómo y por qué. Y cuando llegue el día, veremos que la espera no fue pérdida, sino bendición.
“Guarda silencio ante Jehová, y espera en él.” Ese silencio no es vacío, sino plenitud. Es el espacio donde la fe crece, donde la paciencia florece, donde la confianza se hace más fuerte que la ansiedad. Esperar, al final, es aprender a amar el tiempo de Dios más que el mío. Y en esa rendición, el alma encuentra paz.
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