jueves, 11 de septiembre de 2025

Jesús y el Dolor de un Padre: Manteniendo la Esperanza Cuando los Hijos se Alejan

 




Hay momentos como padre para los que nadie se prepara. Imaginamos rodillas raspadas, problemas en la escuela, incluso desamores, pero pocos de nosotros estamos listos para el día en que nuestros hijos, aquellos mismos a quienes criamos en la fe, comienzan a escoger otro camino. El dolor no se parece a ningún otro: agudo, persistente y silencioso. No es la herida de la traición, sino la angustia de un amor no recibido, de una verdad no reconocida. Yo he estado en ese lugar, mirando los rostros que amo más que a mi propia vida apartarse poco a poco de Cristo, quien me sostuvo en medio de mis tormentas.


Me encuentro a menudo pensando en la historia de Alma el Joven. Su padre oró con lágrimas por su hijo, y pareció que esas oraciones no eran respondidas durante años. Alma relata después que estuvo “atormentado por el recuerdo de todos [sus] pecados” hasta que recordó las enseñanzas de su padre acerca de Jesucristo, y entonces “no volvió a ser atormentado más por el recuerdo de [sus] pecados” (Alma 36:17–19). Las palabras de un padre, sembradas profundamente, se convirtieron en la semilla de la redención de su hijo. Me aferro a esa verdad: ningún testimonio se desperdicia, ninguna enseñanza se olvida, ninguna oración queda sin ser escuchada.


Cuando veo a mis hijos caminar por sendas que parecen alejadas de Cristo, a veces me pregunto si mis palabras alguna vez penetraron. ¿Me escucharon cuando testifiqué que “ningún otro nombre se dará jamás bajo el cielo, fuera de este Jesucristo … por el cual el hombre pueda salvarse”? (2 Nefi 25:20). ¿Vieron en mi vida la evidencia de que Él vive, de que cambia corazones, de que perdona incluso a lo peor de nosotros?


Hay noches en que me arrodillo, y mis oraciones se parecen al lamento de Enós. Él clamó por su propia alma, luego por sus hermanos, y después por sus hijos y las generaciones futuras, suplicando que Dios preservara un registro que los trajera de vuelta (Enós 1:4–17). Siento ese mismo fuego en mi alma: que aun si mis palabras parecen ignoradas ahora, Dios podría usarlas después, cuando sus corazones se ablanden, cuando el ruido del mundo se desvanezca.


El dolor de ver a un hijo desviarse se amplifica con el amor de Dios dentro de mí. Es casi insoportable saber, como lo supo Lehi, la dulzura del fruto del árbol de la vida, y luego ver a aquellos a quienes amas negarse a venir a participar de él (1 Nefi 8:12, 18). Lehi describió cómo extendía su mano, suplicando, implorando, pero algunos no querían. ¿Qué mayor tristeza puede cargar un padre que esta?


Y, sin embargo, recuerdo que el mismo Salvador lo vivió. Él lloró sobre Jerusalén, diciendo: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37). Si el Hijo de Dios —perfecto, paciente, lleno de gracia— pudo amar y ser rechazado, ¿por qué debería sorprenderme cuando mis intentos imperfectos de paternidad producen lo mismo? Él me muestra que el amor no se mide por la respuesta, sino por la constancia.


Así que me aferro. Sigo testificando. Me recuerdo a mí mismo del pacto que Dios hizo cuando dijo: “Contenderé con el que contiende contigo, y yo salvaré a tus hijos” (Isaías 49:25). No sé cómo ni cuándo, pero le creo. Él es un Dios que cumple Sus promesas. Mis lágrimas no se desperdician; mis hijos no están perdidos más allá de Su alcance.


A veces el adversario susurra que fracasé, que si hubiera enseñado mejor, vivido mejor, amado mejor, ellos todavía caminarían en la fe. Pero entonces recuerdo que incluso el primer Padre, perfecto y eterno, vio a una tercera parte de Sus hijos rebelarse. El albedrío es real. Y con ese albedrío viene el riesgo del rechazo. Aun así, no puedo olvidar la otra verdad: con el albedrío viene también el poder de regresar. El hijo pródigo, en una tierra lejana, “volviendo en sí”, se volvió hacia su hogar (Lucas 15:17–20).


En mi debilidad, encuentro fuerzas en las palabras de Doctrina y Convenios: “Por tanto, que se consuelen vuestros corazones … porque toda carne está en mis manos; estad quietos y sabed que yo soy Dios” (DyC 101:16). Ese versículo es mi ancla cuando el temor se levanta en mí. Mis hijos están en Sus manos. Ellos son amados más perfectamente de lo que yo puedo amarlos. Él no los abandonará, aun si ellos lo abandonan por un tiempo.


También pienso en la visión de José, cuando vio el gran y último día, y cómo aun aquellos que alguna vez rechazaron la luz heredarían un reino de gloria (DyC 76). La misericordia de Dios es más amplia de lo que imagino. Su plan es más completo que mis temores. Aunque el camino de mis hijos sea más largo, más doloroso, más torcido de lo que yo quisiera, Sus brazos permanecen extendidos todavía.


Lo más difícil es la espera. Esperar como esperó el padre de Alma, como oró Enós, como suplicó Lehi. La espera es donde el corazón se quiebra. Pero aun aquí, la paciencia es parte del discipulado. Recuerdo las palabras de Pablo: “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gálatas 6:9). Mi siembra puede parecer infructuosa ahora, pero Dios ve el terreno de sus almas de manera distinta a como lo veo yo.


Y así, aunque lloro, no me desespero. Aunque me duelo, no dejo de esperar. Seguiré testificando en palabra y obra. Los amaré como Cristo me ama a mí: sin condición, sin fin. Quizá un día recordarán la voz de su padre, temblando con convicción, y volverán a poner su corazón en Él.


Hasta ese día, camino por fe y no por vista (2 Corintios 5:7). Confío a mis hijos al mismo Salvador que me rescató a mí. Conozco Su poder, Su paciencia, Sus promesas. Y si debo cargar con este dolor por una temporada, lo haré, porque creo que la alegría de verlos volver a Él superará cada lágrima derramada en el camino.


Este es el dolor de un padre, y la esperanza de un discípulo: que Cristo es poderoso para salvar, y que ningún hijo está jamás demasiado lejos del alcance de Su amor redentor.

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