A lo largo de las Escrituras —especialmente en el Libro de Mormón— aparece un patrón que se repite con la precisión de un reloj antiguo: el ciclo del orgullo. Un pueblo es bendecido por su obediencia a Dios. Con el tiempo, esa obediencia trae prosperidad. Luego, la prosperidad da paso al orgullo. El orgullo provoca la decadencia espiritual. Y finalmente, el Señor permite que sobrevengan aflicciones para humillar al pueblo y hacerle volver. Y así, una y otra vez.
Este patrón no es exclusivo de las civilizaciones antiguas. Sigue ocurriendo en nuestros días. Lo podemos ver en los rincones más insospechados del mundo moderno, en ciudades prósperas, en hogares acomodados, incluso en el corazón de aquellos que han sido bendecidos más allá de lo que pueden comprender.
UN CICLO ETERNO EN UN MUNDO MODERNO
El presidente Ezra Taft Benson enseñó: “El orgullo es la gran maldad. Es el pecado universal.” Y lo es porque se camufla con maestría. El orgullo no siempre se muestra con altanería evidente. A veces toma la forma de indiferencia espiritual, de ingratitud, de autocomplacencia, de esa voz interior que dice: “No necesito a Dios. Yo estoy bien.”
Uno pensaría que en un mundo con tanta tecnología, tanto acceso a la información y tantos recursos, el ser humano debería ser más sabio, más agradecido, más humilde. Pero no. La historia muestra lo contrario. Cuando el pueblo de Nefi prosperaba “más que los lamanitas”, el orgullo crecía “en sus corazones, a causa de sus muchas riquezas” (Helamán 3:33-34). Hoy sucede lo mismo.
CUANDO LA PROSPERIDAD ENGAÑA
Un joven que crece en un hogar de millones de dólares en alguna ciudad del sur de California. Tiene una habitación con ventanales enormes, vista al mar, cama king size, tres pantallas de última generación, una colección de zapatillas que llenaría la envidia de cualquier celebridad. Y sin embargo, una noche rompe a llorar.
—¿Qué tienes? —le pregunta su madre.
—No me siento feliz —responde—. No sé por qué, pero todo me molesta. Mi cuarto es muy pequeño.
Ese cuarto, por cierto, mide más de 70 metros cuadrados. En algunos países del tercer mundo, una familia de seis vive en espacios más reducidos. Pero para este joven, el vacío no tiene que ver con metros cuadrados. Tiene que ver con el alma.
El problema es que la prosperidad, si no se acompaña de gratitud y obediencia, suele inflar el ego y atrofiar el alma. El dinero da comodidad, pero también da opciones. Y entre tantas opciones, el espíritu puede ahogarse. Lo material se convierte en una distracción. Lo espiritual, en una carga innecesaria.
ABURRIDO, PERO PRIVILEGIADO
Otro joven, de padres exitosos y cuentas bancarias rebosantes, recibe una mensualidad de $5,000 dólares. No necesita trabajar, ni preocuparse por pagar renta. Tiene un Tesla, comida orgánica y ropa de diseñador. Pero un día entra a una tienda de Walmart y roba unos audífonos de $40 dólares.
Cuando lo detienen, su explicación es tan sencilla como inquietante: “Estaba aburrido en casa.”
¿Cómo es posible que alguien con tantos privilegios llegue a cometer un acto tan absurdo? La respuesta está en el corazón. El aburrimiento es hijo del vacío espiritual. Cuando el alma no tiene propósito, el cuerpo se distrae con tonterías. Cuando uno no siente que su vida importa, busca emociones efímeras que lo hagan sentir vivo… aunque sea por hacer algo indebido.
LOS PROBLEMAS DE PRIMER MUNDO: ¿FALTA DE PROBLEMAS?
Es irónico que, en los países con mayor índice de desarrollo humano, donde hay acceso a educación, salud, vivienda y entretenimiento, haya también un incremento alarmante en el consumo de antidepresivos, el abuso de sustancias y las tasas de suicidio. ¿Cómo explicarlo?
La explicación no es sociológica, ni política, ni siquiera psicológica. Es espiritual.
Cuando la persona no necesita orar para tener pan en la mesa, cuando no depende de la lluvia para cosechar, cuando no siente que su vida está en las manos de Dios cada mañana… entonces olvida a Dios. No de manera consciente, sino progresiva. Como un músculo que se atrofia por falta de uso, el alma pierde sensibilidad cuando no necesita fe para sobrevivir.
Esto es precisamente lo que ocurrió con los nefitas después de ser liberados de los lamanitas:
“Y en lugar de acordarse del Señor su Dios, se envanecieron en el orgullo de sus propios ojos, y comenzaron a edificarse casas, sí, y casas sumamente costosas…” (Helamán 3:9)
¿Te suena familiar? Casas lujosas, armarios llenos, refrigeradores que se conectan a Wi-Fi, pero espíritus vacíos.
LA TRAMPA DEL ÉXITO
No hay nada de malo en prosperar. De hecho, las Escrituras están llenas de promesas de prosperidad para los obedientes. El problema surge cuando confundimos prosperidad con salvación. Cuando usamos las bendiciones de Dios como excusa para no buscarle más. Cuando el éxito externo nos hace pensar que todo está bien por dentro.
Es el mismo error que cometieron los del pueblo de Zoram: “Se volvieron orgullosos en sus corazones, por causa de sus muchas riquezas, por lo cual se volvieron indiferentes a las cosas de su Dios” (Helamán 6:17).
Esa indiferencia es, en muchos sentidos, más peligrosa que el pecado abierto. Porque quien peca y lo sabe, puede arrepentirse. Pero quien se cree justo por tener éxito, no ve necesidad de cambio.
DEL ORGULLO A LA DESTRUCCIÓN
El ciclo del orgullo, como lo muestra el Libro de Mormón, no es sólo una secuencia teológica. Es un patrón que arrastra a la destrucción.
El pueblo prospera → se enorgullece → olvida a Dios → se autodestruye.
Así fue con los nefitas. Así fue con Jerusalén. Así será con cualquier nación, familia o persona que se permita caminar ese sendero. El Señor, en su infinita misericordia, permite entonces tribulaciones, para que el corazón se ablande.
¿POR QUÉ DIOS NOS DEJA CAER?
La respuesta es simple: porque si no caemos, no miramos hacia arriba.
Como enseñó el élder D. Todd Christofferson, “Dios no solo desea que seamos felices. Él desea que seamos santos.” Y para ser santos, a veces necesitamos ser sacudidos, corregidos, humillados. No porque Él disfrute del dolor, sino porque ve más allá.
La humildad no siempre nace de la gratitud, a veces nace del dolor. A veces, la única manera de recordar que necesitamos a Dios… es quedarnos sin nada más.
VACÍO EXISTENCIAL EN MEDIO DEL LUJO
En una entrevista para una revista de estilo de vida, un joven influencer millonario declaró: “Tengo todo lo que quiero, pero sigo sintiendo que algo me falta. He probado drogas, alcohol, fiestas… pero hay una soledad que no se va.”
Lo que le falta no es algo. Es alguien.
Sin Dios, el alma humana queda incompleta. No importa cuán lujoso sea el entorno. Podemos rodearnos de mármol, cristal, oro, y aun así sentirnos como mendigos emocionales.
LA ÚNICA VERDADERA FELICIDAD
El presidente Russell M. Nelson enseñó que “la verdadera felicidad se encuentra en guardar los mandamientos de Dios.” Es una afirmación sencilla, pero poderosa. Porque en un mundo que predica que la felicidad está en la comodidad, en la libertad sin límites, en la acumulación, el evangelio enseña lo contrario: que la felicidad está en la conexión con el cielo.
El Salvador mismo, en su ministerio terrenal, no tuvo “dónde recostar su cabeza” (Mateo 8:20), pero estaba pleno. Porque su vida tenía propósito, obediencia, y un amor perfecto hacia el Padre.
ROMPER EL CICLO: VOLVER A DIOS
¿Cómo podemos romper el ciclo del orgullo?
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Reconociendo la fuente de nuestras bendiciones. Todo lo que tenemos viene de Dios. Nada es nuestro por mérito propio. “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Corintios 4:7)
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Buscando la humildad constantemente. No una humildad falsa, sino sincera. Esa que ora en secreto, que sirve sin buscar aplausos, que reconoce sus errores y pide perdón.
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Recordando las Escrituras y sus advertencias. El Libro de Mormón no fue escrito para los lamanitas. Fue escrito para nosotros. Es un espejo que nos muestra lo que somos capaces de llegar a ser… y cómo evitarlo.
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Viviendo con propósito eterno, no material. Que nuestro día no se defina por cuánto ganamos o qué compramos, sino por cuánto amamos, cuánto oramos, cuánto servimos.
EN CONCLUSIÓN
El ciclo del orgullo no es una maldición inevitable. Es una advertencia amorosa. Es el llamado constante de un Padre Celestial que nos quiere libres, plenos y humildes. La prosperidad no es el enemigo. El enemigo es olvidar de dónde viene esa prosperidad, y para qué se nos dio.
Podemos tener mucho y seguir siendo humildes. Podemos vivir en naciones ricas y seguir siendo espiritualmente pobres si no cultivamos la fe.
Pero también podemos usar la abundancia como herramienta para bendecir a otros, para servir, para dar, para testificar que todo bien viene de Cristo.
Porque al final, no seremos juzgados por cuántos metros tenía nuestro cuarto, ni cuántos ceros había en nuestra cuenta bancaria, sino por lo que hicimos con lo que se nos dio.
Y si usamos cada bendición como una oportunidad para amar y obedecer… entonces, y solo entonces, estaremos rompiendo el ciclo del orgullo.
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