Sunday, July 6, 2025

Servicio al Señor Dios

 




Había una época en mi vida en la que pensaba que servir a Dios significaba únicamente cumplir con mis responsabilidades en la Iglesia los domingos. Llegar puntual, cantar los himnos, participar de la Santa Cena, y luego irme a casa con la conciencia tranquila. En mi mente, eso era “hacer mi parte”. Pero con el tiempo, algo dentro de mí comenzó a inquietarse. No era culpa. Era algo más profundo. Como una sed. Una necesidad de sentir que lo que hacía realmente le importaba a Dios. Que mi vida podía ser más que simplemente cumplir.


Recuerdo una noche en particular. Era martes. Había tenido un día largo en el trabajo. Estaba cansado, irritado, y con dolor de cabeza. Justo cuando me senté a cenar, recibí un mensaje de un hermano de la Iglesia. Su madre había sido hospitalizada y necesitaba que alguien cuidara a sus hijos por unas horas. Miré mi plato, luego el mensaje, y sentí ese leve susurro en el corazón. Esa voz sutil pero insistente que reconoces cuando tienes años tratando de seguir al Señor. Me levanté, dejé la comida, y fui.


Esa noche no hubo grandes milagros. Solo niños con tareas, dibujos animados y una pequeña oración antes de dormir. Pero al cerrar la puerta al salir, sentí algo distinto. Como si el cielo me hubiera sonreído. No por el acto en sí, sino porque había puesto a alguien por encima de mí, aunque fuera solo por un rato.


Desde entonces comencé a ver el servicio de otra manera. No como un programa de la Iglesia o una obligación cristiana, sino como una forma de amar. Y lo más curioso fue que al empezar a hacerlo más seguido, algo en mí cambió. El estrés del trabajo no me pesaba tanto. La ansiedad que a veces me visitaba en la noche ya no era tan ruidosa. Me sentía más lleno, más estable. Más yo.


Empecé a leer más sobre cómo el cerebro responde al servicio. Descubrí que al ayudar, el cuerpo libera oxitocina y serotonina, sustancias que generan bienestar. Me impresionó. La ciencia validaba lo que el Evangelio enseñaba desde siempre: que al perder la vida por otros, uno realmente la encuentra. Pero más allá de lo químico, era evidente que cuando servía, sentía que Dios estaba cerca. No solo observándome, sino participando activamente conmigo. Como si fuera su compañero de jornada.


No todos los servicios eran grandes. Algunos eran invisibles. Llevarle un desayuno a un hermano que vivía solo. Escuchar con atención a un joven que no sabía si Dios lo amaba. Rezar por alguien a quien no le gustaba rezar. Pequeñas semillas que, a su tiempo, daban fruto. Tal vez no en ellos, pero sí en mí. Porque al servir, algo dentro de mí se purificaba. Mi carácter, mi orgullo, mi impaciencia. Todo era puesto a prueba y, si me dejaba moldear, también era refinado.


Pero también descubrí que servir podía volverse una trampa si no lo hacía con el espíritu correcto. Hubo momentos en los que dije que sí por quedar bien. O para que me admiraran. O para evitar sentirme culpable. Y en esos casos, el servicio no producía gozo, sino cansancio. Un peso que llevaba con amargura, como si Dios me obligara a dar más de lo que tenía. Tuve que aprender que servir no es rendirse al deber, sino entregarse al amor.


En los grupos sociales, el servicio también tiene poder. He visto a jóvenes cambiar por completo cuando se les confía una responsabilidad significativa. He visto matrimonios fortalecerse al servir juntos. Y he sido testigo de comunidades fracturadas que encuentran unidad en proyectos de ayuda, en ayunos colectivos, en campañas de oración y visitas a los necesitados. Servir nos une. Nos recuerda que no estamos solos. Que el propósito de cada uno está entretejido con el del otro. Es una danza divina, donde el más pequeño tiene tanto valor como el que está al frente.


Hace poco, un joven que había estado alejado de la Iglesia por años volvió a reunirse con nosotros. No porque alguien le predicara o lo juzgara, sino porque una hermana le llevó comida cada sábado durante tres meses. Sin decirle nada. Solo porque el Señor le dijo en oración: “Hazlo”. Ese acto silencioso tuvo más impacto que cien lecciones. A veces, el verdadero testimonio no se dice; se demuestra.


También me he dado cuenta de que el servicio es una forma de resistencia contra el egoísmo del mundo. Vivimos en una era donde todo gira en torno al “yo”: mi carrera, mi éxito, mi tiempo. Pero cuando eliges servir, estás declarando que hay algo más grande que tú. Que el Reino de Dios no es un ideal abstracto, sino una realidad que se construye en actos concretos. Que el amor se escribe en acción.


Servir a Dios, en su esencia, no es otra cosa que amar como Él ama. Y ese amor no siempre es cómodo. A veces te lleva a lavar los pies de quien te traicionó, como Jesús. O a caminar una milla extra con alguien que ni te cae bien. O a dar cuando ya no te queda mucho. Pero ahí, en esos márgenes donde lo fácil se termina, empieza el verdadero servicio. El que transforma. El que salva.


Hoy, si me preguntan qué significa para mí servir al Señor, ya no hablaré de cargos ni de horarios. Diré que es estar disponible. Es abrir el corazón a lo inesperado. Es decir “sí” aunque no haya aplausos. Es vivir con los ojos abiertos para ver las necesidades que otros no ven. Y responder no por obligación, sino por gratitud. Porque si algo he aprendido, es que servir a Dios no es un peso que cargamos, sino una gracia que nos eleva.


Al final, cuando todo se apague y me presente ante Él, no creo que me pregunte cuántos llamamientos tuve o cuántos discursos di. Pero tal vez sí me mire con ternura y diga: “Tuve hambre, y me diste de comer. Estuve solo, y me visitaste. Serviste a uno de estos, y conmigo lo hiciste”. Y eso, para mí, será suficiente.

No comments:

Post a Comment

“The Ark of Noah, a Journey Without a Rudder…”

The story of Noah’s ark has never been for me a simple tale of animals marching two by two into a giant boat. It is much more than a childho...