Friday, July 4, 2025

Amante Amigo (El que fue, sin poder ser)

 




Un análisis narrativo de “Mi amante amigo” de Vanesa Martín


Yo lo conozco, aunque nunca haya dicho su nombre. Ese hombre al que Vanesa Martín le canta en “Mi amante amigo”, no es un extraño. Es ese tipo de hombre que vive en los márgenes. Que ama con torpeza, pero con todo lo que tiene. Que no sabe escribir poesía, pero se aprende de memoria los silencios de la mujer que ama. Es el que está… pero al que nunca se le da el derecho de quedarse del todo.


Cuando ella canta “Mi amante, mi amigo, mi piel, mi castigo”, no está enumerando atributos: está dibujando un mapa de contradicciones. Porque él fue todo eso… y nada de eso le bastó.


Fue el que respondía mensajes a cualquier hora, el que decía “estoy aquí” aunque estuviera quebrado por dentro. El que escuchaba sus monólogos, celebraba sus triunfos, y lloraba a solas por sus derrotas. El que supo esperar sin saber cuánto, el que aceptó las reglas que no escribió, el que se conformó con las migajas de un amor que nunca fue un banquete.


Él la amó como se ama en secreto: sin reclamar, sin exigir, sin pedir espacio. Amó desde el rincón más invisible del cuarto. Desde el teclado, desde la pantalla, desde un asiento al fondo de la vida de ella. Él estaba, pero siempre detrás de algo: detrás de un miedo, de un recuerdo, de un marido, de un plan de vida que no lo incluía. Detrás de un “tal vez en otra vida”.


Y aun así, lo dio todo. El alma, la calma, y hasta la dignidad.


Pero ella también lo quiso. Eso es lo trágico. Lo supo. Lo sintió. Vanesa no canta como una mujer que no lo valoró. Canta como quien se siente culpable… pero que no puede cambiar lo que el alma no le pide. Porque el amor, cuando es verdadero, no se fabrica; simplemente brota. Y a veces, por muy noble, por muy presente, por muy amigo o amante que alguien sea… no basta.


En el fondo, este hombre fue el ensayo. El borrador. El acompañante perfecto para noches imperfectas. El que entendía sin palabras. El que ponía puntos donde los otros sólo sabían usar comas. Pero nunca fue el que salía en las fotos. Nunca el nombre que se decía en voz alta. Nunca el que se quedaba cuando todos se iban.


Y ella lo supo. Lo sabe. Por eso duele tanto. “Lo bueno se queda, lo malo se olvida”, canta Vanesa… como si intentara convencer a alguien —quizás a ella misma— de que no fue una villana. Como si le dijera a su conciencia que aquel hombre, aunque indispensable en tantos momentos, no era el final de su historia.


Y él, mientras tanto, sigue ahí. No en la vida de ella, pero sí en su canción. Él es el que no tuvo tiempo. El que no alcanzó a ser esposo, ni pareja formal, ni proyecto de vida. El que no salió nunca de ese teclado. El que fue confidente, red de seguridad, refugio emocional… pero no “el elegido”.


En cada verso, ella le da un altar, pero no una casa. Le dedica un lamento, pero no una vida. Y él, desde la invisibilidad que ya conoce tan bien, acepta su papel: el de ser inolvidable sin haber sido indispensable.


Porque hay amores así. Que lo fueron todo… excepto suficientes.


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