Existen preguntas que atraviesan los siglos sin envejecer, preguntas que nacen del corazón de los creyentes cuando la vida se vuelve difícil y el cielo parece cerrado:
¿Dónde está Dios cuando más lo necesito? ¿Por qué calla cuando oro? ¿Por qué, si Él es amor, a veces no responde?
No hay tema más sutil y, a la vez, más profundo que este: el silencio de Dios.
En la narrativa cristiana, solemos hablar de un Dios que habla, que guía, que responde. Y ciertamente lo hace. Las Escrituras están llenas de manifestaciones divinas, de respuestas inmediatas, de consuelos milagrosos. Pero también están llenas de espacios vacíos, de noches largas, de prisiones sin ángeles visibles, de oraciones que no reciben respuesta al instante. Y ese lado del camino espiritual, aunque menos predicado, es igualmente sagrado. Porque es allí donde la fe deja de ser una emoción y se convierte en una convicción.
La oración en Getsemaní: cuando incluso el Hijo esperó sin respuesta inmediata
Una de las escenas más solemnes y conmovedoras de toda la historia cristiana ocurre en el huerto de Getsemaní. Allí, el Salvador Jesucristo, el único sin pecado, el unigénito del Padre, ora en agonía. Su súplica, registrada en el evangelio de Mateo, no es un simple acto ritual, sino un clamor que viene del alma:
“Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39).
Cristo repite esta oración tres veces (Mateo 26:44). La intensidad emocional es evidente. Su sudor, según Lucas, fue como grandes gotas de sangre (Lucas 22:44). Y, sin embargo, lo que responde el cielo no es una voz fuerte, ni una liberación inmediata.
La respuesta es el silencio… y luego la llegada de un ángel:
“Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle” (Lucas 22:43).
Este detalle es crucial. No se trata de que el Padre no escuchó, sino de que la respuesta fue otra: fortaleza en lugar de escape. La voluntad divina no se torció ante el dolor del Hijo, pero tampoco lo abandonó. En lugar de retirar la copa, lo capacitó para beberla.
Esta escena enseña que incluso Cristo, en su humanidad perfecta, experimentó la espera, el silencio, la necesidad de fe. No fue un castigo. Fue parte del plan. Y si el mismo Hijo vivió ese momento, los discípulos no deberían sorprenderse cuando lo experimentan también.
Enós: un día entero de oración y el cielo en pausa
Otro ejemplo poderoso viene del Libro de Mormón. El profeta Enós relata una experiencia íntima y espiritual que comienza con un profundo deseo de redención personal. Su oración, lejos de ser respondida inmediatamente, se extiende todo un día:
“Y mi alma tuvo hambre; y me arrodillé ante mi Creador, y clamé a él en ferviente oración y súplica por mi propia alma; y todo el día clamé a él; sí, y cuando llegó la noche, aún alzaba mi voz, y elevaba mi voz al cielo” (Enós 1:4).
Lo interesante aquí es la duración. Todo el día. Y parte de la noche. La fe de Enós no se basa en una respuesta inmediata, sino en una persistencia espiritual. No hay ninguna señal de que el cielo se haya apresurado en responderle. Solo después de horas y horas de súplica, viene la paz:
“Y vino a mí una voz, diciendo: Enós, tus pecados te son perdonados, y serás bendecido” (v. 5).
Este relato revela que, en ocasiones, la oración se convierte en lucha. Y no una lucha contra Dios, sino contra uno mismo: contra la impaciencia, la duda, el desánimo. Enós perseveró, y por ello obtuvo no solo una respuesta, sino una transformación.
El silencio frente al sufrimiento: Alma y Amulek en Ammoníah
Uno de los pasajes más difíciles de digerir —pero también uno de los más profundos— se encuentra en Alma 14. En este capítulo, Alma y Amulek, profetas del Señor, son testigos del martirio de santos inocentes, quienes son quemados vivos por su fe. Amulek, conmovido, pregunta si pueden ejercer el poder de Dios para salvarlos:
“¡Extiende tu mano y con tu poder libra a esta gente del fuego!” (Alma 14:10)
Pero Alma responde con una revelación desconcertante:
“El Espíritu me detiene, diciendo: El pueblo dice: No es la voluntad del Señor que los rescatemos de las llamas; porque he aquí, los recibe él en gloria…” (Alma 14:11)
El silencio de Dios aquí no es falta de compasión, sino una forma superior de justicia y gloria. En este caso, Dios no interfiere con los actos del libre albedrío de los malvados, pero garantiza que los justos sean recibidos en su presencia. Es una forma de responder sin intervenir.
Este pasaje desafía la lógica humana. ¿Por qué permitir el sufrimiento de inocentes? ¿Por qué no actuar de inmediato? La respuesta está en la eternidad. Mientras los ojos mortales ven derrota y abandono, el cielo ve redención y recompensa eterna. Este tipo de silencio no es negligencia divina, sino soberanía divina.
Liberty Jail: el silencio que purificó a un profeta
La historia moderna ofrece otro ejemplo emblemático: la experiencia de José Smith en la Cárcel de Liberty, Missouri. Allí, bajo condiciones inhumanas, después de haber sido perseguido por su fe y haber visto a los santos sufrir, José elevó una súplica angustiada:
“Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu morada?” (Doctrina y Convenios 121:1)
Estas palabras resumen el dolor de quien ha dado todo por el Reino y, sin embargo, se encuentra rodeado de oscuridad, frío y abandono aparente. La respuesta divina no fue inmediata, pero cuando llegó, fue majestuosa:
“Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento” (DyC 121:7)
Más adelante, el Señor le revela una enseñanza clave sobre el poder espiritual:
“Entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo” (DyC 121:45)
Aquí, el verbo “destilar” es significativo. No es un derrame, no es un trueno, no es un alud. Es un goteo. Constante, imperceptible, pero transformador. Así actúa Dios a veces. No con espectáculo, sino con profundidad silenciosa. En lugar de librar a José, lo fortaleció para que pudiera soportar. Así como lo hizo con Enós. Así como lo hizo con su propio Hijo.
Isaías: el Dios que se encubre
El profeta Isaías, en un versículo pocas veces predicado, expresa una idea intrigante:
“Ciertamente tú eres Dios que te encubres, oh Dios de Israel, el Salvador” (Isaías 45:15)
El Dios que se encubre no es un Dios indiferente. Es un Dios pedagógico. Uno que esconde su rostro para que sus hijos desarrollen visión espiritual. Este versículo sugiere que el silencio de Dios es parte de su identidad redentora: se esconde, sí, pero no para herir, sino para hacer madurar.
Este principio rompe con el imaginario común de un Dios que debe estar siempre “hablando” o “actuando” de manera visible. En realidad, muchas veces se manifiesta mejor a través del silencio. Porque el silencio obliga a mirar hacia dentro. A recordar lo que ya se sabe. A confiar sin ver.
Reflexiones finales: ¿qué significa este silencio?
A la luz de las Escrituras, el silencio de Dios no es un error ni una omisión. Es una herramienta sagrada. Un método divino para pulir la fe, profundizar la relación con lo eterno y probar el corazón del discípulo.
El silencio no implica ausencia, sino propósito.
No es vacío, sino espacio.
No es rechazo, sino entrenamiento.
En todas las historias revisadas —Jesús, Enós, Alma, José Smith— el silencio precede a una revelación. A veces la revelación es fuerza. Otras veces, comprensión. Pero siempre hay algo más después del silencio. Algo que no habría llegado de otra forma.
Este tipo de fe es difícil de enseñar, porque no se puede prometer alivio inmediato. Pero sí se puede prometer algo más grande: una transformación profunda del alma.
¿Cómo reaccionar ante el silencio de Dios?
- Persistir en la oración, como Enós. Aunque no haya respuesta inmediata, seguir buscando.
- Aceptar la voluntad divina, como Jesús. Rendir la voluntad personal ante el plan eterno.
- Confiar en la justicia celestial, como Alma. Entender que Dios ve más allá del sufrimiento presente.
- Escuchar lo que se destila, como José. Esperar no la voz fuerte, sino el rocío suave.
- Recordar que el silencio también habla. Habla de fe, de confianza, de eternidad.
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Dios no calla porque haya dejado de amar. Calla porque está enseñando. Y quien permanece fiel durante el silencio, escuchará, al final, con mayor claridad que nunca.

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