Wednesday, July 2, 2025

Lo que el Espíritu Me Enseñó Sentado Cerca del Hermano Hiatt



Durante los últimos cinco años, he tenido el privilegio de ocupar un lugar en la Iglesia que muchos podrían considerar común: una silla más entre los miembros, un espacio cualquiera en la capilla o el salón del sacerdocio. Pero para mí, ese lugar ha sido sagrado. No por el mueble, ni por la alfombra, ni por la acústica de la sala… sino porque desde ahí he podido ver, escuchar, sentir y aprender del Espíritu de Dios que se manifiesta en la vida de dos personas extraordinarias: el hermano Hiatt y su esposa.


Me cuesta escribir esto sin emocionarme. No porque sea triste, sino porque el corazón se me llena de gratitud. Gratitud por el modo en que el Señor pone ángeles en la tierra, disfrazados de hombres y mujeres sencillos, fieles, constantes… y uno de esos ángeles, estoy convencido, es el hermano Hiatt.




Desde la primera vez que lo escuché comentar en una clase de Escuela Dominical, supe que había algo especial en él. No fue una emoción exagerada ni una revelación dramática. Fue más bien una claridad. Como si mi espíritu reconociera de inmediato la voz de alguien que ha caminado largo con el Salvador. Que lo conoce. Que lo ama. Y que, sin alardes, sin querer ser el centro, enseña con la unción de quien ha estudiado no solo con la mente, sino con el alma.


Sus intervenciones nunca fueron solo “comentarios”. Eran revelaciones. No porque dijera algo nuevo, sino porque decía lo conocido con una profundidad que lo volvía nuevo. Siempre tenía una escritura lista, un contexto histórico preciso, una cita profética bien ubicada, pero también —y esto es lo más valioso— una conexión directa con la vida diaria. No había nada académico o frío en sus palabras. Al contrario, todo lo que decía nacía de la experiencia, de la obediencia, de la oración y, sobre todo, del amor.


Pero si hay algo que me conmovió más allá de su inteligencia, fue su forma de ser. El hermano Hiatt tiene un rostro amable, lleno de luz. Uno siente, apenas lo ve, que está en presencia de alguien que ha aprendido a amar como Cristo. Su saludo es cálido, sincero, lleno de espíritu. Te da la mano con firmeza —una firmeza que sostiene, no que impone— y a menudo te envuelve en un abrazo que no se limita al cuerpo, sino que llega al alma. Es el tipo de abrazo que te hace sentir que no eres un desconocido, ni siquiera un amigo: eres familia.




Y luego está ella. Su esposa. La hermana Hiatt.


Durante años me senté cerca del piano, sin saber que ese lugar se convertiría en uno de los altares personales más sagrados de mi vida espiritual. Cada vez que ella tocaba los himnos, algo en mí se aquietaba. El mundo dejaba de correr. Los problemas se volvían más pequeños. Y mi espíritu, sin yo pedirlo, era llevado suavemente a la presencia del Señor.


Ella no solo toca el piano. Ella ministra con sus manos. Las notas que salen bajo sus dedos no son simplemente notas musicales: son oraciones convertidas en sonido. Sentado cerca de ella, he sentido paz. He sentido esperanza. Y muchas veces, he sentido que el Espíritu me susurraba cosas que no estaba buscando, pero que necesitaba.


Hay una conexión divina entre ellos dos. Uno enseña con palabras; la otra, con melodía. Uno lleva la doctrina como espada del espíritu; la otra, como bálsamo. Juntos, son una bendición para cualquiera que tenga ojos para ver y oídos para oír.




También es imposible no mencionar los frutos visibles de su esfuerzo. Hijos en la misión. Una familia unida. No sólo por fuera, sino en esencia. Se nota que lo que ellos enseñan en la Iglesia, lo han vivido dentro de las paredes de su hogar. Las oraciones, las escrituras, el sacrificio, la fe. Todo eso ha dado fruto. Pero más allá de lo que han logrado, lo que más me impacta es lo que han inspirado.


Recuerdo muy bien que, ya siendo un hombre maduro, en mis cuarentas, yo los observaba caminar juntos por el vecindario en las tardes. Sin saberlo, se convirtieron en una imagen viva de algo que mi corazón anhelaba. Su manera de andar —tranquila, en armonía, con paso compartido— reflejaba una unión más profunda que la que se ve a simple vista. Y en más de una ocasión, al verlos, oré en silencio:

“Padre Celestial, dame la oportunidad de tener una esposa con la cual pueda caminar así.”


Y vaya que esas oraciones fueron contestadas. Hoy, al caminar junto a mi esposa, reconozco que lo que un día vi en ellos como deseo, ahora lo vivo como promesa cumplida. La imagen de su matrimonio fue para mí una anticipación santa de lo que vendría si me mantenía fiel. Y eso es exactamente lo que ocurrió.




Hay un día que se ha quedado grabado profundamente en mi alma. No recuerdo con exactitud si fue un testimonio de ayuno o un discurso de domingo. Lo que sí recuerdo con total claridad es el efecto que tuvo. El hermano Hiatt se puso de pie y compartió algo que llevaba dentro. Lo hizo con esa combinación suya de doctrina sólida y espíritu tierno. Habló con certeza. No desde la emoción, sino desde el conocimiento. Y esas palabras, pronunciadas con tanta autenticidad, tocaron a alguien muy especial para mí.


Mi esposa, que en ese momento aún era investigadora, lo escuchaba con atención. Y yo, sin decir nada, observaba el cambio sutil pero profundo en su rostro. Sus ojos se humedecieron. Su expresión se volvió suave. Y luego, cuando íbamos de regreso a casa, me dijo:

—No sé qué fue exactamente lo que él dijo… pero en ese momento, yo sentí que necesitaba saber si todo esto era verdad.


Ese fue el punto de partida. Lo que el hermano Hiatt compartió —sin saber el impacto que tendría— fue el catalizador del despertar espiritual de la mujer que más amo. No hubo presión. No hubo persuasión forzada. Solo una expresión sincera de fe verdadera. Y el Espíritu hizo el resto.




A lo largo de estos años, he aprendido más del Evangelio sentado en esa sala, escuchando al hermano Hiatt, que en muchos otros lugares. Porque él no enseña desde un manual. Enseña desde la experiencia. Desde la vida. Desde la verdad que ha hecho carne. Y siempre, siempre, con una mirada que refleja que su meta no es demostrar cuánto sabe, sino cuánto ama al Salvador.




A ti, hermano Hiatt, y a ti, hermana Hiatt, quiero decirles algo que tal vez nunca les dije en persona: los amo.

Los amo con ese amor puro que nace cuando uno reconoce la luz en otros. Cuando uno se siente alimentado, protegido, inspirado. Cuando uno ha sido bendecido silenciosamente, domingo tras domingo, por su presencia, sus palabras, su música, sus miradas, su fe.


Ustedes han sido una respuesta del cielo para mí. Y no solo para mí, sino para mi esposa, para mi hogar, para mi fe. Gracias por ser constantes. Gracias por ser ustedes. Gracias por amar al Señor de la forma en que lo hacen. Por caminar con Él. Por enseñarnos cómo es ese camino.


Yo sé que el día en que estén delante del Padre, Él los mirará con ternura y les dirá:

“Bien, siervos buenos y fieles.”


Y yo, que tuve el inmenso honor de sentarme a pocos pasos del piano, de escuchar su voz, de estrechar su mano, de recibir su abrazo… diré en silencio:


“Gracias, Señor, por haberlos puesto en mi camino.”



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