Siempre que escuchamos la frase “los tres…” la mente casi por inercia viaja hacia ese clásico cinematográfico de aventuras: Los Tres Amigos. Un título tan popular que ha trascendido idiomas y generaciones. Pero en mi experiencia dentro de la Iglesia, esa frase cobra un significado más sagrado, más íntimo, más humano: los tres hermanos.
No hablo de una parábola antigua ni de una historia de las Escrituras —aunque el simbolismo podría cruzarse muy bien con muchos relatos del Evangelio. Hoy quiero hablar de tres hombres reales, con nombres, vidas, y corazones que han dejado una impresión profunda en mí: Roy, Dean y Randy.
Durante un buen tiempo, asistí con regularidad a una capilla que llegó a ser una especie de segundo hogar. Como suele pasar, uno llega a los pasillos del edificio cargando responsabilidades, afanes, preocupaciones, sueños, y a veces también heridas que uno no se atreve a mostrar del todo. Pero es en esos pasillos donde Dios, con Su forma tan delicada como contundente, nos recuerda que el amor que Él promete se manifiesta a menudo a través de personas concretas. En mi caso, se manifestó muchas veces en la forma de esos tres hermanos.
Roy, Dean y Randy no hacían discursos rimbombantes ni portaban títulos llamativos. No necesitaban. Lo suyo era una hospitalidad sencilla, constante, natural. Cada vez que me veían entrar con mis hijos, sus gestos hablaban por sí solos: sonrisas que no se forzaban, preguntas genuinas sobre cómo estaba, miradas amables que veían más allá del formalismo y que, con el tiempo, se convirtieron en parte de mi rutina espiritual.
Había en ellos una clase de amor cristiano que no requiere grandes sermones. Y esa clase de amor se vuelve doblemente poderosa cuando es dirigida no solo a ti, sino a tus hijos. Como padre, pocas cosas tocan el alma de forma más profunda que saber que hay otras personas —fuera del núcleo familiar— que velan por tus hijos, que los saludan con afecto, que les hacen sentir que pertenecen. Esos hombres, sin hacer alarde de nada, extendían ese tipo de afecto a mis pequeños cada domingo, como si los conocieran desde siempre.
Ahora me encuentro lejos de esa capilla. Las estaciones de la vida han cambiado. Mis hijos aún viven en el área, siguen formando parte de esa comunidad, y aunque yo no estoy físicamente presente cada semana, hay algo en lo más hondo de mi alma que descansa tranquilo: la certeza de que esos hermanos siguen allí.
Recientemente, dos de ellos me dijeron algo sencillo, pero que guardo como un tesoro: “Les echaremos un ojo a tus hijos.” Pocas palabras, mucho peso. No es solo una promesa de vigilar, es un recordatorio de que la hermandad en el Evangelio no termina cuando se cruza una ciudad o se cambia de barrio. Se extiende más allá de la geografía porque nace de un compromiso con Cristo.
Confiar en que otros buenos hombres estarán atentos a lo que es más preciado para uno es una forma de paz que no se compra ni se improvisa. Es un don. Es una gracia. Es un reflejo directo del amor de Dios.
Y yo estoy profundamente agradecido con Dios por haber puesto en mi camino a estos tres hermanos. No porque fueran perfectos, sino porque fueron constantes. No porque hicieran milagros visibles, sino porque se aparecían semana tras semana con la intención firme de ser una bendición para quienes les rodeaban. Y lo fueron. Lo son.
Quizás el mundo hable de los tres amigos como una comedia de aventuras. Yo, en cambio, prefiero hablar de estos tres hermanos como un testimonio viviente de lo que significa pertenecer a una comunidad de fe: estar dispuesto a cargar un poco del otro, mirar con ojos de ternura, y actuar con el corazón lleno de Cristo.
Así que sí: Roy, Dean y Randy. Los tres hermanos. Un ejemplo de que el Evangelio no se predica solo desde el púlpito, sino desde la puerta de entrada de una capilla, desde el saludo del pasillo, desde la mirada que dice “cuentas conmigo”.
Y cuando la vida me hace estar lejos, su presencia cerca de mis hijos me recuerda que aún en la distancia, Dios sigue usando a Sus hijos para cuidar a los míos.
Gracias, hermanos.
Gracias, Dios.
No comments:
Post a Comment