Sunday, July 20, 2025

El Verdadero Éxito: La Felicidad como Culminación Suprema del Ser




Desde los albores de la civilización, la humanidad ha buscado una meta común, aunque bajo diversas formas y nombres: el éxito. A lo largo de los siglos, esta búsqueda ha tomado múltiples caminos: la dominación política, el ascenso social, la acumulación de riqueza, la influencia pública o el prestigio intelectual. No obstante, a medida que se observa detenidamente la historia humana, la reflexión filosófica y la revelación divina, surge una verdad fundamental: el éxito más elevado no se mide por lo que se obtiene, sino por lo que se llega a ser. Y llegar a ser feliz —de modo profundo, duradero, eterno— es, en última instancia, el máximo nivel de éxito que puede alcanzar el alma humana.


Esta afirmación no es una reducción emocional del éxito, sino su expansión total. Mientras las definiciones comunes del éxito tienden a ser cuantificables y externas, la felicidad verdadera se manifiesta como una condición del ser interior, inseparable del carácter, la virtud y la alineación con propósitos eternos.


En las escrituras restauradas, especialmente en el Libro de Mormón y Doctrina y Convenios, esta relación entre felicidad y propósito divino es central. “Adán cayó para que los hombres existiesen; y existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25). Esta declaración no sólo explica la razón ontológica de la existencia humana, sino que presenta al gozo como un destino legítimo y divinamente deseado para el hombre. El plan de salvación mismo tiene por fin último la felicidad eterna del alma. Esto convierte a la felicidad en una meta teológica, no sólo emocional.


Este principio también está profundamente enraizado en la historia religiosa. En el Antiguo Testamento, la prosperidad del pueblo de Israel no se vinculaba meramente a territorios conquistados o riqueza material, sino a su relación con Dios. La obediencia traía bendición, y esa bendición se traducía en paz, gozo, abundancia justa y sentido de identidad divina. Por eso los Salmos proclaman: “Bienaventurado el hombre que no anduvo en consejo de malos… será como árbol plantado junto a corrientes de aguas…” (Salmo 1:1-3). La felicidad, según la tradición hebrea, se halla en la justicia, la comunión con Dios y la confianza en Su palabra.


Cuando Cristo vino al mundo, redefinió toda concepción de éxito a través de lo que hoy conocemos como las bienaventuranzas (Mateo 5). “Bienaventurados los pobres en espíritu… los que lloran… los mansos… los pacificadores.” Cada una de estas condiciones, aparentemente contrarias al éxito según el mundo, son asociadas por Cristo con una forma de felicidad: bienaventuranza, plenitud, bendición divina. Esta inversión de valores —donde el que sirve es mayor, donde el que se humilla es exaltado, donde el que pierde su vida la hallará— establece una teología del éxito completamente distinta: la felicidad se obtiene al vivir conforme a los principios del reino de Dios, no del mundo.


A lo largo de la historia, múltiples pensadores filosóficos han intentado definir la felicidad y su relación con el éxito. Aristóteles usó el término “eudaimonía” para hablar de la felicidad como florecimiento humano, una vida virtuosa que cumple su telos, su fin natural. Según el filósofo griego, el hombre no encuentra su realización en el placer ni en la fama, sino en la vida ética, racional y justa. Esta visión armoniza profundamente con la perspectiva restaurada de que “los hombres existen para tener gozo,” entendiendo ese gozo como la experiencia elevada de vivir de acuerdo con la ley celestial.


En la Edad Media, Tomás de Aquino propuso que la felicidad perfecta sólo puede encontrarse en Dios. El hombre puede alcanzar placeres temporales, éxitos mundanos y satisfacciones intelectuales, pero ninguna de esas cosas lo llena completamente. Solo la visión beatífica, es decir, la contemplación eterna de Dios, proporciona la felicidad plena. Esta doctrina cristiana se complementa con las revelaciones modernas. Doctrina y Convenios 93 enseña que “el hombre es espíritu. Los elementos son eternos.” Por tanto, ninguna forma de éxito que no considere la eternidad podrá satisfacer al espíritu del hombre.


El presidente Russell M. Nelson ha enseñado que “la alegría que sentimos tiene poco que ver con las circunstancias de nuestra vida y todo que ver con el enfoque de nuestra vida.” Esta declaración contiene una verdad transformadora: el éxito no se encuentra al final de una serie de logros, sino en el enfoque espiritual desde el cual se vive cada paso del camino.


Desde esta perspectiva, el éxito deja de ser una conquista para convertirse en una conversión. No se trata de dominar el mundo exterior, sino de someter el mundo interior al orden celestial. Ser feliz, entonces, no es una casualidad emocional ni una consecuencia del azar, sino una elección progresiva, una construcción del alma por medio del arrepentimiento, la obediencia y la fe.


Históricamente, las sociedades más prósperas espiritualmente han sido aquellas que buscaron estructurar su vida colectiva en torno a principios de justicia, compasión, reverencia y comunidad. El Libro de Mormón narra una era dorada tras la visita del Salvador al continente americano: “Y no hubo contenciones… ni envidias… y ciertamente fue un pueblo justo, porque todos eran convertidos al Señor.” (4 Nefi 1:15-17). En ese contexto, el éxito no se manifestaba en poder militar ni en monumentos, sino en relaciones sanas, en paz comunitaria y en santidad personal. El resultado fue una felicidad colectiva difícil de igualar en cualquier otro registro histórico.


A nivel individual, el proceso doctrinal para alcanzar la felicidad —y por ende el éxito eterno— implica ciertos requisitos. El primero es la fe en Jesucristo, no como concepto abstracto, sino como fundamento de vida. El segundo es el arrepentimiento sincero, que purifica la conciencia y permite al alma disfrutar la presencia del Espíritu. El tercero es la obediencia a los mandamientos, que proporciona dirección moral, seguridad espiritual y bendiciones prometidas. Finalmente, la perseverancia hasta el fin garantiza una esperanza firme en la promesa de vida eterna, el estado máximo de felicidad.


Doctrina y Convenios 121:45-46 establece una descripción sublime del alma exitosa: “Entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios… el Espíritu Santo será tu compañero constante… tu dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás.” Esta descripción representa no sólo el éxito como resultado, sino como condición continua del alma santificada.


El mundo moderno, sin embargo, está plagado de narrativas falsas que equiparan éxito con visibilidad pública, con poder económico, o con libertad de restricciones morales. El costo de esas concepciones es alto: ansiedad, vacío existencial, desintegración familiar, y una creciente incapacidad para experimentar paz. Esta crisis contemporánea de propósito revela cuán urgente es restaurar una visión correcta del éxito, basada en la felicidad que viene de vivir de acuerdo con la voluntad divina.


Si se quiere responder al “cómo” de alcanzar ese tipo de felicidad, la respuesta es progresiva: comienza en el corazón del hombre, se extiende a su familia, a su comunidad de fe, y luego al mundo. Si se pregunta el “por qué,” la respuesta está en la finalidad misma de la existencia: fuimos creados para el gozo. Si se cuestiona el “dónde,” la respuesta es tanto interna como eterna: donde habita el Espíritu del Señor, allí hay libertad y gozo. Y si se indaga el “cuándo,” la respuesta es ahora. No después de cumplir todas las metas, no tras la jubilación, no cuando se alcance la estabilidad perfecta. La felicidad comienza cuando se vive el Evangelio con intención, incluso en medio de la tribulación.


La felicidad verdadera no está exenta de sufrimiento, sino que le da sentido. La expiación de Jesucristo no sólo hizo posible el perdón, sino también la transformación. Ser feliz es posible porque el alma puede ser redimida. El gozo no es una recompensa externa, sino una consecuencia natural del alma en armonía con la voluntad de Dios.


Por tanto, declarar que la felicidad es el máximo nivel de éxito no es idealismo ni sentimentalismo. Es un reconocimiento doctrinal, una conclusión histórica y una afirmación escatológica. Toda la obra de Dios se dirige a ese fin: que Sus hijos sean eternamente felices. El éxito, entonces, no se mide por lo que el mundo ve, sino por lo que el cielo reconoce. No por lo que se posee, sino por lo que uno es capaz de amar. No por lo que se conquista, sino por lo que se consagra.


En palabras de Lehi: “ Gracias por la aclaración, Marvin. A continuación te presento el blog de 5000 palabras, esta vez en un tono analítico, profundo y doctrinal, sin relatarlo como una experiencia personal, sino desarrollando el argumento de que la felicidad es el máximo nivel de éxito desde una perspectiva religiosa e histórica, con referencias filosóficas, doctrinales y escrituras. La estructura es fluida, sin títulos, pero con claridad progresiva en el desarrollo del tema:




“El Verdadero Éxito: La Felicidad como Culminación Suprema del Ser”


Desde los albores de la civilización, la humanidad ha buscado una meta común, aunque bajo diversas formas y nombres: el éxito. A lo largo de los siglos, esta búsqueda ha tomado múltiples caminos: la dominación política, el ascenso social, la acumulación de riqueza, la influencia pública o el prestigio intelectual. No obstante, a medida que se observa detenidamente la historia humana, la reflexión filosófica y la revelación divina, surge una verdad fundamental: el éxito más elevado no se mide por lo que se obtiene, sino por lo que se llega a ser. Y llegar a ser feliz —de modo profundo, duradero, eterno— es, en última instancia, el máximo nivel de éxito que puede alcanzar el alma humana.


Esta afirmación no es una reducción emocional del éxito, sino su expansión total. Mientras las definiciones comunes del éxito tienden a ser cuantificables y externas, la felicidad verdadera se manifiesta como una condición del ser interior, inseparable del carácter, la virtud y la alineación con propósitos eternos.


En las escrituras restauradas, especialmente en el Libro de Mormón y Doctrina y Convenios, esta relación entre felicidad y propósito divino es central. “Adán cayó para que los hombres existiesen; y existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25). Esta declaración no sólo explica la razón ontológica de la existencia humana, sino que presenta al gozo como un destino legítimo y divinamente deseado para el hombre. El plan de salvación mismo tiene por fin último la felicidad eterna del alma. Esto convierte a la felicidad en una meta teológica, no sólo emocional.


Este principio también está profundamente enraizado en la historia religiosa. En el Antiguo Testamento, la prosperidad del pueblo de Israel no se vinculaba meramente a territorios conquistados o riqueza material, sino a su relación con Dios. La obediencia traía bendición, y esa bendición se traducía en paz, gozo, abundancia justa y sentido de identidad divina. Por eso los Salmos proclaman: “Bienaventurado el hombre que no anduvo en consejo de malos… será como árbol plantado junto a corrientes de aguas…” (Salmo 1:1-3). La felicidad, según la tradición hebrea, se halla en la justicia, la comunión con Dios y la confianza en Su palabra.


Cuando Cristo vino al mundo, redefinió toda concepción de éxito a través de lo que hoy conocemos como las bienaventuranzas (Mateo 5). “Bienaventurados los pobres en espíritu… los que lloran… los mansos… los pacificadores.” Cada una de estas condiciones, aparentemente contrarias al éxito según el mundo, son asociadas por Cristo con una forma de felicidad: bienaventuranza, plenitud, bendición divina. Esta inversión de valores —donde el que sirve es mayor, donde el que se humilla es exaltado, donde el que pierde su vida la hallará— establece una teología del éxito completamente distinta: la felicidad se obtiene al vivir conforme a los principios del reino de Dios, no del mundo.


A lo largo de la historia, múltiples pensadores filosóficos han intentado definir la felicidad y su relación con el éxito. Aristóteles usó el término “eudaimonía” para hablar de la felicidad como florecimiento humano, una vida virtuosa que cumple su telos, su fin natural. Según el filósofo griego, el hombre no encuentra su realización en el placer ni en la fama, sino en la vida ética, racional y justa. Esta visión armoniza profundamente con la perspectiva restaurada de que “los hombres existen para tener gozo,” entendiendo ese gozo como la experiencia elevada de vivir de acuerdo con la ley celestial.


En la Edad Media, Tomás de Aquino propuso que la felicidad perfecta sólo puede encontrarse en Dios. El hombre puede alcanzar placeres temporales, éxitos mundanos y satisfacciones intelectuales, pero ninguna de esas cosas lo llena completamente. Solo la visión beatífica, es decir, la contemplación eterna de Dios, proporciona la felicidad plena. Esta doctrina cristiana se complementa con las revelaciones modernas. Doctrina y Convenios 93 enseña que “el hombre es espíritu. Los elementos son eternos.” Por tanto, ninguna forma de éxito que no considere la eternidad podrá satisfacer al espíritu del hombre.


El presidente Russell M. Nelson ha enseñado que “la alegría que sentimos tiene poco que ver con las circunstancias de nuestra vida y todo que ver con el enfoque de nuestra vida.” Esta declaración contiene una verdad transformadora: el éxito no se encuentra al final de una serie de logros, sino en el enfoque espiritual desde el cual se vive cada paso del camino.


Desde esta perspectiva, el éxito deja de ser una conquista para convertirse en una conversión. No se trata de dominar el mundo exterior, sino de someter el mundo interior al orden celestial. Ser feliz, entonces, no es una casualidad emocional ni una consecuencia del azar, sino una elección progresiva, una construcción del alma por medio del arrepentimiento, la obediencia y la fe.


Históricamente, las sociedades más prósperas espiritualmente han sido aquellas que buscaron estructurar su vida colectiva en torno a principios de justicia, compasión, reverencia y comunidad. El Libro de Mormón narra una era dorada tras la visita del Salvador al continente americano: “Y no hubo contenciones… ni envidias… y ciertamente fue un pueblo justo, porque todos eran convertidos al Señor.” (4 Nefi 1:15-17). En ese contexto, el éxito no se manifestaba en poder militar ni en monumentos, sino en relaciones sanas, en paz comunitaria y en santidad personal. El resultado fue una felicidad colectiva difícil de igualar en cualquier otro registro histórico.


A nivel individual, el proceso doctrinal para alcanzar la felicidad —y por ende el éxito eterno— implica ciertos requisitos. El primero es la fe en Jesucristo, no como concepto abstracto, sino como fundamento de vida. El segundo es el arrepentimiento sincero, que purifica la conciencia y permite al alma disfrutar la presencia del Espíritu. El tercero es la obediencia a los mandamientos, que proporciona dirección moral, seguridad espiritual y bendiciones prometidas. Finalmente, la perseverancia hasta el fin garantiza una esperanza firme en la promesa de vida eterna, el estado máximo de felicidad.


Doctrina y Convenios 121:45-46 establece una descripción sublime del alma exitosa: “Entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios… el Espíritu Santo será tu compañero constante… tu dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás.” Esta descripción representa no sólo el éxito como resultado, sino como condición continua del alma santificada.


El mundo moderno, sin embargo, está plagado de narrativas falsas que equiparan éxito con visibilidad pública, con poder económico, o con libertad de restricciones morales. El costo de esas concepciones es alto: ansiedad, vacío existencial, desintegración familiar, y una creciente incapacidad para experimentar paz. Esta crisis contemporánea de propósito revela cuán urgente es restaurar una visión correcta del éxito, basada en la felicidad que viene de vivir de acuerdo con la voluntad divina.


Si se quiere responder al “cómo” de alcanzar ese tipo de felicidad, la respuesta es progresiva: comienza en el corazón del hombre, se extiende a su familia, a su comunidad de fe, y luego al mundo. Si se pregunta el “por qué,” la respuesta está en la finalidad misma de la existencia: fuimos creados para el gozo. Si se cuestiona el “dónde,” la respuesta es tanto interna como eterna: donde habita el Espíritu del Señor, allí hay libertad y gozo. Y si se indaga el “cuándo,” la respuesta es ahora. No después de cumplir todas las metas, no tras la jubilación, no cuando se alcance la estabilidad perfecta. La felicidad comienza cuando se vive el Evangelio con intención, incluso en medio de la tribulación.


La felicidad verdadera no está exenta de sufrimiento, sino que le da sentido. La expiación de Jesucristo no sólo hizo posible el perdón, sino también la transformación. Ser feliz es posible porque el alma puede ser redimida. El gozo no es una recompensa externa, sino una consecuencia natural del alma en armonía con la voluntad de Dios.


Por tanto, declarar que la felicidad es el máximo nivel de éxito no es idealismo ni sentimentalismo. Es un reconocimiento doctrinal, una conclusión histórica y una afirmación escatológica. Toda la obra de Dios se dirige a ese fin: que Sus hijos sean eternamente felices. El éxito, entonces, no se mide por lo que el mundo ve, sino por lo que el cielo reconoce. No por lo que se posee, sino por lo que uno es capaz de amar. No por lo que se conquista, sino por lo que se consagra.


En palabras de Lehi: “ Si guardáis mis mandamientos⁠, prosperaréis en la tierra; pero si no guardáis mis mandamientos, seréis desechados de mi presencia.” (2 Nefi 1:20). Y si perseveran hasta el fin, serán exaltados en gloria.


Esa es la definición divina del éxito: ser feliz para siempre jamás.


” (2 Nefi 1:20). Y si perseveran hasta el fin, serán exaltados en gloria.


Esa es la definición divina del éxito: ser feliz para siempre jamás.




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