Sunday, July 13, 2025

Un ala en la tierra, la otra en el cielo

 


He llegado a saber que hay mujeres en esta vida que no son simples mortales, sino ángeles disfrazados de carne y hueso. No se anuncian, no se exaltan, y no hacen alarde de su presencia. Pero el hombre que cruza su camino, si está preparado por el Señor, nunca será el mismo.


No me refiero al enamoramiento superficial ni a la atracción romántica. Hablo del impacto eterno de una mujer que ha sido moldeada por Dios para traer al alma del hombre un recordatorio celestial de su propósito divino. Una mujer así no mejora al hombre: lo despierta. No lo redime: lo señala hacia Cristo, quien puede redimirlo todo.


A veces, esta mujer llega en la juventud, y a veces en la madurez. Pero cuando llega —porque siempre llega en el tiempo del Señor— lo hace con una sabiduría que no se enseña en aulas ni se aprende en libros. Lo hace con un espíritu que irradia verdad sin necesidad de doctrinas complicadas. Su sola existencia es un testimonio viviente de que Dios sigue obrando entre los hijos de los hombres.


La influencia de una mujer justa es como el rocío de Hermón que baja suavemente sobre el alma sedienta del hombre. Ella no exige respeto, pero lo inspira. No necesita autoridad, porque su virtud es poder. Donde ella pisa, el espíritu se acomoda; donde ella habla, la verdad florece.


Cuando un ángel mortal de ese tipo entra en la vida de un hombre, él empieza a ver el mundo distinto. Comienza a leer las escrituras no con los ojos de quien busca respuestas, sino con el corazón de quien busca revelación. Comienza a orar con menos palabras y más intención. Se convierte lentamente en alguien capaz de sentir lo que antes solo entendía. Es entonces cuando la doctrina deja de ser teoría… y se convierte en vida.


El Libro de Mormón nos habla de hombres que fueron transformados por la fe, como Alma el Joven, que dijo: “He aquí, soy nacido de Dios” (Alma 36:23). Pero ¿qué despierta ese nacimiento espiritual en el alma del hombre? A veces es el sufrimiento. A veces, la humildad. Pero muchas veces, es el amor puro reflejado en alguien que ya camina con Dios. Un ángel mortal, hecho mujer.


Ella no necesita decirle al hombre qué hacer. Su manera de servir, su forma de responder con dulzura, su capacidad de perdonar sin debilitar la justicia… todo eso le enseña más que cualquier manual. Él observa y, sin saber cómo, empieza a anhelar ser más. No por ella. Por Dios.


Porque el mayor don que una mujer así ofrece al hombre no es su amor, sino su perspectiva. Ella ve a través de los lentes eternos. Donde él ve fracaso, ella ve proceso. Donde él ve errores, ella ve un alma que aún está siendo moldeada. Donde él se juzga con dureza, ella le recuerda que la expiación no fue en vano.


Y no lo hace con palabras. Lo hace con presencia. Con una clase de fidelidad que refleja la del Salvador. Con una paciencia que viene solo del conocimiento profundo de que Dios tiene un plan… y que el plan incluye segundas, terceras y milésimas oportunidades.


Muchos hombres jamás han sido vistos así. Han sido corregidos, dirigidos, desafiados. Pero no han sido vistos. No han sido comprendidos con ternura. Y cuando esa mirada finalmente llega —esa mirada de un ángel mortal— algo dentro de ellos se endereza. No por presión, sino por revelación. El alma, que llevaba tiempo encorvada por la vergüenza o la rutina, se alza. Y empieza a caminar con dignidad.


“¿Podéis sentir esto ahora?” (Alma 5:26). Esa pregunta, que Alma lanzó a su pueblo, cobra vida en el corazón del hombre que ha sido tocado por la influencia de una mujer así. Porque lo que antes eran conceptos doctrinales —fe, arrepentimiento, caridad, esperanza— se convierten en experiencias reales. Él no solo cree. Él siente. Y en ese sentir, nace un nuevo hombre.


Esta transformación no viene con fuegos artificiales. A veces, ni siquiera es visible desde afuera. Pero el hombre lo sabe. Él sabe que ha sido tocado por algo divino. Que lo que antes consideraba suficiente —su testimonio, su obediencia, su servicio— ahora le parece apenas el inicio. Y desea más. No por ambición, sino por amor. Amor a Dios, aprendido al ser amado con esa clase de amor que solo una hija fiel del Altísimo puede reflejar.


El presidente Howard W. Hunter dijo una vez: “Uno de los grandes desafíos de la vida es llegar a ser más como el Salvador, y uno de los mayores dones que podemos recibir es alguien que nos ayuda a hacerlo.” Una mujer justa no toma ese rol por vanidad, sino por vocación espiritual. Y al hacerlo, cumple uno de los propósitos más sagrados del plan eterno: ser una guía hacia Cristo.


Pero no nos engañemos. Ser un ángel mortal no significa ser perfecta. Significa ser constante. Significa buscar primero el Reino de Dios, incluso cuando el mundo ofrece atajos. Significa que su feminidad no es un arma ni un adorno, sino una expresión sagrada de su naturaleza divina. Y es precisamente esa autenticidad lo que transforma al hombre. Porque él ve en ella lo que siempre ha anhelado ser: alguien cuya alma se inclina ante Dios, no por obligación, sino por amor.


Ella no lo rescata. No lo dirige. No lo rehace. Simplemente lo ama en verdad, y en ese amor, él empieza a verse como alguien que aún puede llegar a ser un siervo útil, un discípulo fiel, un hijo valioso.


Si alguna vez Dios permite que una mujer así cruce el camino de un hombre, que él no lo tome a la ligera. Que la reciba con gratitud, con humildad, y con propósito. Porque no ha recibido solo una relación, una amiga, una compañera. Ha recibido una porción viva de la gracia de Dios manifestada en forma mortal.


Y si ella, como pasa muchas veces, continúa su camino después de un tiempo, que él no lo lamente. Que lo celebre. Porque el paso de un ángel no es para quedarse. Es para despertar. Para encender. Para elevar.


El alma del hombre que ha sido tocada por un ángel mortal jamás será la misma. Porque habrá probado algo del cielo en la tierra. Y eso —ese recuerdo sagrado— será suficiente para empujarlo a subir, a seguir, a servir… hasta que un día, ya redimido por completo, pueda mirar al Señor cara a cara y decirle:


“Gracias por enviarme a una de tus hijas cuando más necesitaba recordar quién era.”


Y Él, con la misma voz que habló a los cielos y a los mares, dirá:


“Ella fue mi ángel. Tú fuiste su misión. Y ahora, ambos sois míos, para siempre.”


No comments:

Post a Comment

“The Ark of Noah, a Journey Without a Rudder…”

The story of Noah’s ark has never been for me a simple tale of animals marching two by two into a giant boat. It is much more than a childho...