Todos, sin excepción, tenemos una relación bastante mala con nuestras caras. Le aplicamos el materialismo histórico al enemigo, pero rehuimos aplicarlo en nosotros mismos. Tenemos una carencia profunda de reflexividad. Solemos hacer mucho ruido con la conciencia de clase, pero lo cierto es que arrastramos un calamitoso déficit de autoconciencia. Y nadie se salva: hasta los marxistas ilustrados se llevan mal con su propio espejo. Así que, dadas las cantidades industriales de autocomplacencia ideológica que consumimos, también nosotros formamos parte de este baile de máscaras.
Y en las vueltas y revueltas del baile guanaco, se vuelven a morder el reformismo, la izquierda y la ultraizquierda. Uno puede identificarlos por su lenguaje, pero hasta qué punto son todos quienes dicen que son. Tengo mis dudas.
Para empezar, los intelectuales más prestigiosos y los líderes máximos de la izquierda en su conjunto ya son una élite que se ha diferenciado socialmente de las masas empobrecidas de nuestro país. Son un sector reducido pero estratégico que no suele obtener malos ingresos, vive en buenas colonias y tiene capacidad para mandar a sus hijos a colegios caros e incluso a prestigiosas universidades del extranjero. Nada de eso es malo, salvo que dichas élites de izquierda no perderían influencia si llegara el socialismo; al contrario, podrían ampliarla.
Si un rasgo caracteriza a este “grupo selecto” de los representantes populares es su tendencia a escurrir el problema de su entidad sociológica detrás del argumento de que han sacrificado sus intereses en favor de los del pueblo. Pura ideología, desde luego.
Si algo nos enseña la historia del socialismo real es cómo las élites “izquierdistas” acabaron secuestrando el poder del pueblo en nombre del pueblo, a pesar de sus buenas intenciones. Por eso conviene revisar la trama causal de dicha experiencia, para evitar en lo posible que las diferencias sociales que aún pervivirán en el socialismo acaben convertidas en un obstáculo que lastre la implantación de una auténtica democracia popular.
Por eso tenemos que replantear el pensamiento político y la sociología radicales. Y aquí no invito al olvido de la crítica del Estado capitalista ni propongo soslayar el vínculo entre pensamiento político y lucha de clases, hablo, más bien, de refundar el modo en que la izquierda concibe la edificación de la democracia popular en contextos como el salvadoreño en el que los actores del cambio no se hayan a salvo de “las diferencias de clase”.
Quienes ahora critican a Mauricio Funes y al FMLN no son la humilde gente del pueblo (personas que no tienen por costumbre leer o escribir sesudos artículos y que rara vez participan en los foros periodísticos); quienes hoy critican a este gobierno socialdemócrata son personas que pertenecen a un sector más “distinguido”, democrático y radical de la izquierda que, como es lógico, lucha por ganar influencia e imponer su visión, aunque no sepamos con claridad qué alternativas reales ofrece más allá de juzgar determinadas acciones gubernamentales bajo la luz de ciertos principios normativos. Estamos contemplando un capítulo más del viejo conflicto teórico-político en el seno de una élite que oscila entre el reformismo y la revolución. Cualquiera que sea el resultado de la pugna actual – ¿una nueva derrota para el conjunto de la izquierda?–, lo más probable es que el pueblo asista a ella como un testigo mudo. No nos engañemos, toda nuestra sabía e indignada discusión sobre el Estado de derecho discurre en “las alturas”, por mucho que tenga consecuencias para “los de abajo”.
Entre la defensa ingenua del Estado de derecho y la pobreza teórica de cierto marxismo que lo cuestiona, parece claro que la izquierda no ha pensado seriamente sobre la política popular factible en nuestra sociedad. Ni reformistas ni radicales tienen una visión profunda y realista sobre “la otra democracia” y las complejas dificultades de su implantación. Se tiene claro aquello que se niega, la pobreza y la falta de libertad, pero no se tiene una alternativa fresca y eficaz que involucre al pueblo y no lo convierta en un objeto pasivo del cambio.
Volvamos a lo concreto, a ese baile en el cual todas las tendencias (reformistas, izquierdistas y ultraizquierdistas) se muerden. Si me dieran a elegir, no me quedaría con ninguna. Pero esto es lo que hay, todas en alguna medida invocan al pueblo, pero todas en alguna medida serían capaces de traicionarlo, porque todas son verticalistas y subestiman la capacidad deliberativa y la conciencia ética de sus bases y del conjunto de las clases populares.
Incluso quienes presumen de auténtica vocación asamblearia bordean la demagogia porque no ponen sobre la mesa las dificultades reales de su proyecto.
Algunos creen que por gritar más y exigirlo todo son radicales, pero está claro que entre nosotros no existe una sola tendencia de la izquierda que vaya hasta la raíz de los problemas y que sea capaz de advertir cómo sus imágenes simplistas y distorsionadas de la sociedad salvadoreña también forman parte de lo que se debe superar.
Lo repito, hemos hecho del auto-engaño una tradición cultural que nos impide hacer un retrato sociológico realista de nosotros mismos. Si no somos capaces de abordar fríamente nuestra historia, qué posibilidades tenemos de atisbar nuestros rasgos actuales, esos rasgos que igual que facilitan el cambio pueden obstaculizarlo.
Los clasemedieros reformistas y radicales se ven a sí mismos como los portavoces teóricos y como los amigos del pueblo, pero rara vez analizan el verdadero peso que llegan a tener en aquellos partidos populares a los que se incorporan. Negar su aporte sería una estupidez, pero también sería estúpido ignorar su impacto socio-político en las agrupaciones de izquierda y en el contenido que adquieren en la práctica sus filosofías de la decisión.
No pretendo decir con esto que la clave del problema sea tan simple como excluir a los representantes selectos del pueblo para reclutar a la dirigencia izquierdista entre las clases oprimidas. El panadero que llega a la dirigencia de un partido y se mantiene en dicho cargo durante muchos años ya no es un panadero, es el miembro influyente de una organización y está condicionado por ella. El obrero y el campesino que llegan a la cúpula dirigente lo más probable es que hayan interiorizado la lógica jerárquica y la perspectiva y los intereses de su organización. La experiencia nos dice que intentarán utilizar el poder que acumulan para conservar su estatus elevado dentro del sindicato o el partido. Esa voluntad de apropiarse de la dirección política e ideológica muchas veces va en contra de la renovación organizativa y la democracia interna.
Hay que aplicar, por lo tanto, las herramientas de una sociología política marxista renovada en aquellas instancias donde se gestan y consolidan las formas socialmente objetivas del poder popular. De momento, lo contrario es la norma: la izquierda prefiere contemplar ideológicamente los laberintos de su propia política, antes que examinarlos de una forma realista y racional. Y ya se sabe: cuando se confunde la realidad con el deseo, la realidad nos termina emboscando.
Necesitamos un debate abierto, necesitamos abrir nuestras cabezas para hacernos un retrato crudo de familia. Todos, sin excepción, tenemos que involucrarnos en algo que el difunto Marx no puede hacer por nosotros: pensar con agudeza, discutir abiertamente e inventar las soluciones que la vida nos reclama y que no están escritas en el pasado ni en los libros ni en los tópicos.
Álvaro Rivera Larios
ContraPunto
www.contrapunto.com.sv
Y en las vueltas y revueltas del baile guanaco, se vuelven a morder el reformismo, la izquierda y la ultraizquierda. Uno puede identificarlos por su lenguaje, pero hasta qué punto son todos quienes dicen que son. Tengo mis dudas.
Para empezar, los intelectuales más prestigiosos y los líderes máximos de la izquierda en su conjunto ya son una élite que se ha diferenciado socialmente de las masas empobrecidas de nuestro país. Son un sector reducido pero estratégico que no suele obtener malos ingresos, vive en buenas colonias y tiene capacidad para mandar a sus hijos a colegios caros e incluso a prestigiosas universidades del extranjero. Nada de eso es malo, salvo que dichas élites de izquierda no perderían influencia si llegara el socialismo; al contrario, podrían ampliarla.
Si un rasgo caracteriza a este “grupo selecto” de los representantes populares es su tendencia a escurrir el problema de su entidad sociológica detrás del argumento de que han sacrificado sus intereses en favor de los del pueblo. Pura ideología, desde luego.
Si algo nos enseña la historia del socialismo real es cómo las élites “izquierdistas” acabaron secuestrando el poder del pueblo en nombre del pueblo, a pesar de sus buenas intenciones. Por eso conviene revisar la trama causal de dicha experiencia, para evitar en lo posible que las diferencias sociales que aún pervivirán en el socialismo acaben convertidas en un obstáculo que lastre la implantación de una auténtica democracia popular.
Por eso tenemos que replantear el pensamiento político y la sociología radicales. Y aquí no invito al olvido de la crítica del Estado capitalista ni propongo soslayar el vínculo entre pensamiento político y lucha de clases, hablo, más bien, de refundar el modo en que la izquierda concibe la edificación de la democracia popular en contextos como el salvadoreño en el que los actores del cambio no se hayan a salvo de “las diferencias de clase”.
Quienes ahora critican a Mauricio Funes y al FMLN no son la humilde gente del pueblo (personas que no tienen por costumbre leer o escribir sesudos artículos y que rara vez participan en los foros periodísticos); quienes hoy critican a este gobierno socialdemócrata son personas que pertenecen a un sector más “distinguido”, democrático y radical de la izquierda que, como es lógico, lucha por ganar influencia e imponer su visión, aunque no sepamos con claridad qué alternativas reales ofrece más allá de juzgar determinadas acciones gubernamentales bajo la luz de ciertos principios normativos. Estamos contemplando un capítulo más del viejo conflicto teórico-político en el seno de una élite que oscila entre el reformismo y la revolución. Cualquiera que sea el resultado de la pugna actual – ¿una nueva derrota para el conjunto de la izquierda?–, lo más probable es que el pueblo asista a ella como un testigo mudo. No nos engañemos, toda nuestra sabía e indignada discusión sobre el Estado de derecho discurre en “las alturas”, por mucho que tenga consecuencias para “los de abajo”.
Entre la defensa ingenua del Estado de derecho y la pobreza teórica de cierto marxismo que lo cuestiona, parece claro que la izquierda no ha pensado seriamente sobre la política popular factible en nuestra sociedad. Ni reformistas ni radicales tienen una visión profunda y realista sobre “la otra democracia” y las complejas dificultades de su implantación. Se tiene claro aquello que se niega, la pobreza y la falta de libertad, pero no se tiene una alternativa fresca y eficaz que involucre al pueblo y no lo convierta en un objeto pasivo del cambio.
Volvamos a lo concreto, a ese baile en el cual todas las tendencias (reformistas, izquierdistas y ultraizquierdistas) se muerden. Si me dieran a elegir, no me quedaría con ninguna. Pero esto es lo que hay, todas en alguna medida invocan al pueblo, pero todas en alguna medida serían capaces de traicionarlo, porque todas son verticalistas y subestiman la capacidad deliberativa y la conciencia ética de sus bases y del conjunto de las clases populares.
Incluso quienes presumen de auténtica vocación asamblearia bordean la demagogia porque no ponen sobre la mesa las dificultades reales de su proyecto.
Algunos creen que por gritar más y exigirlo todo son radicales, pero está claro que entre nosotros no existe una sola tendencia de la izquierda que vaya hasta la raíz de los problemas y que sea capaz de advertir cómo sus imágenes simplistas y distorsionadas de la sociedad salvadoreña también forman parte de lo que se debe superar.
Lo repito, hemos hecho del auto-engaño una tradición cultural que nos impide hacer un retrato sociológico realista de nosotros mismos. Si no somos capaces de abordar fríamente nuestra historia, qué posibilidades tenemos de atisbar nuestros rasgos actuales, esos rasgos que igual que facilitan el cambio pueden obstaculizarlo.
Los clasemedieros reformistas y radicales se ven a sí mismos como los portavoces teóricos y como los amigos del pueblo, pero rara vez analizan el verdadero peso que llegan a tener en aquellos partidos populares a los que se incorporan. Negar su aporte sería una estupidez, pero también sería estúpido ignorar su impacto socio-político en las agrupaciones de izquierda y en el contenido que adquieren en la práctica sus filosofías de la decisión.
No pretendo decir con esto que la clave del problema sea tan simple como excluir a los representantes selectos del pueblo para reclutar a la dirigencia izquierdista entre las clases oprimidas. El panadero que llega a la dirigencia de un partido y se mantiene en dicho cargo durante muchos años ya no es un panadero, es el miembro influyente de una organización y está condicionado por ella. El obrero y el campesino que llegan a la cúpula dirigente lo más probable es que hayan interiorizado la lógica jerárquica y la perspectiva y los intereses de su organización. La experiencia nos dice que intentarán utilizar el poder que acumulan para conservar su estatus elevado dentro del sindicato o el partido. Esa voluntad de apropiarse de la dirección política e ideológica muchas veces va en contra de la renovación organizativa y la democracia interna.
Hay que aplicar, por lo tanto, las herramientas de una sociología política marxista renovada en aquellas instancias donde se gestan y consolidan las formas socialmente objetivas del poder popular. De momento, lo contrario es la norma: la izquierda prefiere contemplar ideológicamente los laberintos de su propia política, antes que examinarlos de una forma realista y racional. Y ya se sabe: cuando se confunde la realidad con el deseo, la realidad nos termina emboscando.
Necesitamos un debate abierto, necesitamos abrir nuestras cabezas para hacernos un retrato crudo de familia. Todos, sin excepción, tenemos que involucrarnos en algo que el difunto Marx no puede hacer por nosotros: pensar con agudeza, discutir abiertamente e inventar las soluciones que la vida nos reclama y que no están escritas en el pasado ni en los libros ni en los tópicos.
Álvaro Rivera Larios
ContraPunto
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