Una reflexión personal sobre lo sagrado, la palabra y la oración
Nunca me imaginé cuánto peso podía tener una sola palabra. Hasta que un día, en medio de una conversación trivial, pronuncié algo que no debí. No fue una blasfemia ni una grosería. Fue más bien una ligereza, una especie de broma sobre algo que debía tratar con mayor respeto. Y en ese momento, sentí una especie de vacío interno. Como si me hubiera desviado, aunque fuera por poco, del camino que intento recorrer cada día con intención y con reverencia.
Con el tiempo entendí que lo que viene de lo alto —lo que es sagrado, lo que tiene su origen más allá de nuestros razonamientos o emociones— no debe tratarse a la ligera. Hay palabras que, aunque parecen simples, llevan en sí mismas un peso eterno. Hay conceptos que, aunque ya los hayamos escuchado mil veces, no dejan de ser fuego puro si los tomamos con la debida disposición del alma.
Me costó llegar ahí. No fue una revelación inmediata, ni algo que se aprende en una sola lectura. Fue más bien una acumulación de momentos, errores, susurros, silencios, y oraciones. Sobre todo oraciones.
Recuerdo una noche en la que estaba particularmente angustiado. La vida se me estaba yendo en mil direcciones, y me sentía incapaz de sostenerlo todo. Trabajo, familia, salud, sueños. Me arrodillé junto a mi cama, no por costumbre, sino porque ya no tenía a quién acudir. Y entonces pronuncié palabras con las que no estaba familiarizado: no eran fórmulas ni frases aprendidas, eran simplemente mías. Vinieron desde lo más hondo, sinceras, rotas, pero verdaderas.
Y lo que sucedió después fue algo que no puedo describir con precisión. No fue una visión, ni una voz audible. Fue una sensación interna, como si una brisa suave recorriera mi pecho y se instalara en mi mente. Como si una presencia invisible me dijera: “Estoy aquí. Te escucho. Y esto que estás haciendo ahora, es sagrado.”
Fue entonces cuando entendí que no todo lo que uno dice tiene el mismo valor. Hay cosas que se dicen con ligereza y no tienen impacto. Pero hay otras que nacen de lo alto, y esas deben tratarse con extremo cuidado.
En el mundo actual, donde las redes sociales parecen convertir cualquier opinión en espectáculo y donde la banalidad a menudo se disfraza de profundidad, me esfuerzo por recordar este principio: lo sagrado no se grita. No se presume. No se comercializa.
Lo sagrado se susurra. Se vive. Se protege. Y sobre todo, se pronuncia con cuidado, y solo cuando el espíritu interior —esa brújula silenciosa que se activa con la oración sincera— lo indica.
He aprendido que no todo momento es adecuado para hablar de ciertas cosas. A veces el silencio tiene más poder que el discurso. A veces la mirada, o el acto silencioso de amor, comunica mucho más que una charla de una hora. Y eso no es cobardía ni evasión. Es respeto. Es discernimiento.
Y es obediencia a una ley que no viene de hombres, sino de arriba.
En más de una ocasión he tenido que callar cuando otros esperaban que hablara. En reuniones, en debates, incluso en momentos familiares, he sentido ese “freno” interior que me ha dicho: “Todavía no. Espera. Esto no es tuyo.” Y cuando he obedecido ese freno, he sentido paz.
En cambio, las veces que he ignorado esa impresión y he hablado por impulso, por deseo de brillar o de tener la razón, he sentido una especie de vacío posterior. Una especie de condenación, por decirlo de alguna manera. No de parte de los demás, sino de mí mismo. Porque sabía que me había adelantado al momento. Que no había hablado por el impulso del espíritu, sino por vanidad, por ego, o por simple ansiedad.
He comprobado en carne propia lo que dice esa escritura que tanto me ha acompañado: que sin oración, sin esa conexión que nos sintoniza con lo alto, lo que digamos pierde su fuerza. Y no solo pierde fuerza: puede incluso volverse en nuestra contra. Porque hablar sin espíritu, es hablar desde la carne. Y la carne, por sí sola, no produce vida.
Hoy tengo más cuidado con lo que digo. Antes de dar una opinión fuerte, antes de ofrecer un consejo, antes de dar un testimonio sobre algo que considero verdadero, me detengo. Respiro. Y si tengo la oportunidad, oro.
No oro como un ritual, ni como una formalidad. Oro porque necesito saber si lo que estoy a punto de decir viene de lo alto o solo de mí. Y si siento esa impresión dulce —esa claridad que llega sin que la fuerces— entonces hablo. De lo contrario, callo. Porque aprendí que no hay vergüenza en el silencio. Al contrario: muchas veces el silencio es señal de sabiduría.
Y más aún, señal de reverencia por lo sagrado.
Hay momentos, sin embargo, en los que uno debe hablar. Momentos en los que el alma se enciende y no puedes contener lo que llevas dentro. En esos momentos, las palabras fluyen con poder, con convicción, con una paz que no puedes fabricar por ti mismo. En esos momentos, la voz tiembla pero no de miedo, sino de verdad. Y cuando terminas de hablar, sabes que no fuiste tú. Que alguien habló a través de ti.
Esos son los momentos que más atesoro. No porque me hagan sentir importante, sino porque me recuerdan que lo que viene de arriba sigue descendiendo, sigue fluyendo, si uno se mantiene digno, atento y en oración constante.
A lo largo de los años, me he dado cuenta de que no se trata solo de lo que uno dice. También importa cómo se dice. Y por qué. El tono, la intención, el espíritu detrás de las palabras, es tan importante como el contenido mismo.
Uno puede citar escrituras, libros, sabiduría antigua, pero si no hay amor y dirección espiritual detrás, se vuelve ruido. Y el mundo ya tiene demasiado ruido. Lo que necesita son voces guiadas. No perfectas, pero sí puras. No sabias según el mundo, pero sí limpias de corazón.
Una vez, mientras hablaba con mi hijo, me pidió una respuesta sobre un tema profundo. En vez de responderle de inmediato, le dije: “Dame un momento. Déjame pensarlo.” Fui a mi habitación, cerré la puerta, y oré. Cuando volví, lo que le dije vino con una claridad que no era mía. Y al verlo asentir con los ojos brillosos, supe que esa conversación fue sagrada.
No por las palabras, sino por el espíritu que las envolvía.
Vivimos en un tiempo donde hablar se ha vuelto fácil. Pero recibir el espíritu antes de hablar sigue siendo un arte. Uno que no se enseña en las escuelas, ni en los podcasts, ni en los libros de superación personal. Se aprende arrodillándose. Se aprende escuchando más que hablando. Se aprende fallando, pidiendo perdón, y volviendo a intentarlo.
Y es ahí, en ese proceso lento, donde uno se va afinando. No para volverse mejor orador, sino mejor siervo. No para tener más likes, sino para tener más luz.
Hoy, cuando veo una conversación que se transforma gracias a una palabra sabia, cuando soy testigo de alguien que habla poco pero transmite mucho, cuando escucho una oración sencilla que conmueve hasta las lágrimas, me doy cuenta de que aún hay esperanza.
Porque todavía hay quienes entienden que lo sagrado no se improvisa. Que lo que viene de lo alto se recibe, no se inventa. Y que la única forma de hablar sin condenación, es hablar con oración.
Y eso es lo que intento hacer, cada día de mi vida.
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