Desde muy joven, me fascinó la idea de viajar. No sólo por conocer nuevos lugares, sino porque, en lo profundo de mi alma, sentía que algo se transformaba en mí cada vez que salía de mi entorno. Sin embargo, fue hasta que empecé a estudiar seriamente las Escrituras que entendí que ese deseo de moverme, de buscar, de explorar, tenía un propósito más grande que el simple turismo: tenía una razón espiritual, divina, bíblica.
Hoy quiero compartir cómo viajar, lejos de ser un lujo o una simple aventura, es una necesidad espiritual que se respalda en las Escrituras. Lo he vivido, lo he sentido y lo he comprendido a la luz de la Palabra.
Uno de los primeros ejemplos que me impactó fue el de Abraham. En Génesis 12:1 leemos: “Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.” Este versículo fue una revelación para mí. Dios no le dio a Abraham un mapa ni un destino final claro. Solo le pidió que saliera. ¿Qué clase de fe se necesita para hacer algo así? Muchísima. Y me di cuenta que muchas veces, cuando viajo, aunque tenga un destino en mente, también necesito fe. Porque no sé con qué me voy a encontrar, qué tipo de personas conoceré, ni qué experiencias viviré.
El viaje de Abraham fue el comienzo de una transformación. Viajó no para escapar, sino para obedecer. No por placer, sino por propósito. Hoy, cuando preparo una mochila, suelo preguntarme: ¿Este viaje tiene un propósito divino? ¿Estoy yendo por obediencia o por ego?
Otro relato poderosísimo es el del éxodo. Moisés no solo sacó al pueblo de Israel de Egipto, sino que emprendieron juntos un viaje de transformación espiritual. No fue un trayecto corto. Fueron 40 años en el desierto. ¿Por qué tanto tiempo? Porque no se trataba solo de llegar a Canaán. Se trataba de que el pueblo cambiara. Que aprendiera a depender de Dios. Que se despojara de la esclavitud interior.
En Éxodo 13:17-18 se nos dice: “Y aconteció que cuando Faraón dejó ir al pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, que estaba cerca; porque dijo Dios: Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y se vuelva a Egipto. Mas hizo Dios que el pueblo rodease por el camino del desierto del Mar Rojo.” Este versículo me enseñó que a veces, los caminos largos que tomamos en nuestros viajes tienen una razón espiritual. No siempre es el camino más rápido el que Dios quiere que tomemos. A veces necesitamos perdernos un poco, para encontrarnos mucho.
Jesús mismo fue un viajero incansable. No tenía una casa donde recostar su cabeza (Mateo 8:20). Caminó de ciudad en ciudad, predicando, sanando, enseñando. Su ministerio fue móvil. Y eso me hizo cuestionarme: ¿por qué no se quedó en un solo lugar y abrió una iglesia ahí? Porque el evangelio debía llegar a todos. Y para eso, había que moverse.
Uno de los viajes más simbólicos de Jesús fue su entrada triunfal a Jerusalén (Mateo 21). Fue un viaje cargado de significado. Cada paso hacia Jerusalén era un paso hacia la cruz, hacia la redención de la humanidad. Desde entonces, entendí que algunos viajes son necesarios para cumplir nuestra misión personal, incluso si terminan en sacrificio.
Quizás ningún otro personaje bíblico encarna la necesidad de viajar como Pablo. Él entendió que el mensaje del evangelio debía ser llevado a todas partes, y no escatimó esfuerzos. Sus viajes misioneros cubrieron miles de kilómetros y muchas ciudades: Éfeso, Filipos, Corinto, Tesalónica, Roma… En Hechos 13:2-3 leemos: “Ministrando éstos al Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron.” ¡Fueron enviados! Viajar para Pablo no fue un deseo personal. Fue un llamado. Cada vez que salgo de mi ciudad, me pregunto: ¿Estoy siendo enviado? ¿Hay alguien allá afuera que necesita escuchar lo que yo he aprendido de Dios?
También he aprendido que en la Biblia, el viaje simboliza transformación. No se trata solo de cambiar de lugar, sino de cambiar de corazón. Jonás huyó en un barco para no cumplir la voluntad de Dios. Pero incluso esa huida lo transformó. Su viaje lo llevó al vientre de un pez, a una oración desesperada, a un cambio de rumbo.
El hijo pródigo también emprendió un viaje. Lucas 15:13 dice: “No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.” Ese viaje lo llevó al fondo, pero también fue el inicio de su redención. El regreso a casa también fue un viaje. Viajar, incluso cuando nos equivocamos, puede enseñarnos lecciones que no aprenderíamos de otra manera.
Hay algo que me pasa cuando viajo: me doy cuenta de lo pequeño que soy. Salir de mi ciudad, ver otras culturas, convivir con otras personas, me hace entender que el mundo es mucho más grande que mi perspectiva limitada. Eso me lleva a la humildad, algo que Dios valora profundamente. Proverbios 3:5-6 dice: “Confía en Jehová con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas.” Cuando viajo, me veo obligado a depender más de Dios. A reconocerlo en mis caminos. Literalmente. En cada calle desconocida, en cada rostro nuevo, en cada imprevisto.
Otra razón por la que aprendí a viajar con propósito fue para servir. Cuando leí la historia del Buen Samaritano (Lucas 10:25-37), entendí que el hombre estaba “de camino”. No fue un sacerdote en su templo ni un levita en su casa el que ayudó al herido. Fue alguien que iba de paso, que cambió su rumbo por amor. Yo también he vivido momentos donde, en medio de un viaje, encontré personas que necesitaban ayuda. A veces, una conversación. A veces, una oración. A veces, solo escuchar. Entendí que no todos los viajes son para recibir. Algunos son para dar.
Finalmente, la Biblia nos habla de un viaje que todos haremos: el de esta vida hacia la eternidad. Hebreos 11:13-16 dice: “Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos… confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra… porque buscaban una patria mejor, esto es, celestial.” ¡Qué poderoso! Somos peregrinos. Este mundo no es nuestro hogar final. Estamos de paso. Y cada viaje en esta tierra, cada salida de nuestra zona de confort, nos prepara para el viaje más importante de todos.
Recuerdo una vez que tomé un viaje a Sudamérica sin saber muy bien por qué. Algo en mi corazón me decía que debía ir. En una plaza de Lima, conocí a un hombre que había perdido a su esposa y estaba en crisis de fe. Yo también había pasado por pérdidas y pude compartirle mi testimonio. Lloramos juntos. Oramos juntos. Ese momento no fue casualidad. Fue divino.
Otro viaje me llevó a Israel. Caminar por los mismos lugares donde Jesús caminó me cambió. No fue turismo. Fue adoración. Cada paso fue una oración. Volví diferente.
Viajar, según las Escrituras, no es un escape. Es un llamado. Es obediencia. Es transformación. Es servicio. Es preparación para la eternidad. Así que si estás sintiendo en tu corazón la necesidad de moverte, de salir, de explorar —hazlo. Pero hazlo con Dios. Pídele dirección. Viaja con propósito. Viaja con fe.
Y recuerda: cada viaje que haces puede ser un capítulo más en la historia que Dios está escribiendo contigo.
Me dejaste un gran sentimiento sobre los viajes con propósitos!! realmente gran enseñanza, es transfotmar nuestra vida, muchas veces emprendemos viajes por la guia del espiritu sin saber exactamente lo que debemos hacer, pero encontramos esos propósitos escondidos que nos dejan llenos de fe y esperanza.
ReplyDeleteSigue adelante con tus escritos, sigue testificando de Cristo de hecho el escribir ya es un viaje y es ahi donde también tocas corazones a traves del espiritu!